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NO ESTÁBAMOS ALLÍ

F. Garrrido • may 05, 2024

NO ESTÁBAMOS ALLÍ

Relato Histórico



© Fernando Garrido, MMXXIV

 

Dicen que Homero, el antiguo aedo, era ciego. Sin embargo podía oír, memorizar y recitar. Por eso, las gentes ágrafas, escuchándole, convertíanse en lectores de los grandes relatos de tragedias humanas, de cuitas olímpicas y heroicas epopeyas.

Más tarde, Heródoto, cuentan que inició el dramático tiempo histórico.

Aquellos griegos, en suma, siempre describieron un pasado remoto o menos. Y aunque su relato pudiera encerrar claves ciertas y ejemplares a futuro, ninguno de entre ambos fue historiador ni profeta de verás. Como no lo fueran un Tito Livio ni un Isidoro de Sevilla, ni Juan de Biclaro, ni el andalusí Ibn Ḥayyān.

Tampoco nosotros, hombres contemporáneos y científicos, somos sino imperfectos profetas del revés. No estábamos allí, en el pasado. No pudimos verlo, predecir ni prevenir lo que sucedería. Ahora que a duras penas lo conocemos, vuelven muy a menudo los héroes y mitos a colonizar la historia. Pero es vano esfuerzo el de hablarles a los ya desaparecidos, aunque la memoria contenida en el relato de pretéritos acontecimientos pueda iluminar e incluso deleitar a los lectores u oyentes del presente.

He aquí el “érase” de una de esas historias:

Aquel verano las cosas se iban complicando. De nuevo, como ya venía sucediendo cuando el tiempo y la mar eran propicios, unas naves desde el norte de África, cargadas de menesterosos y feroces bereberes, habían desembarcado en algún lugar de la costa junto al estrecho, sin encontrar gran resistencia.

Nadie sabía ni pudo adivinar que Rodrigo y quienes lo acompañaban no volverían jamás a pernoctar junto a los suyos en sus hogares, modestas moradas o palacios toledanos.


Corría la primavera del año 711 de nuestro Señor cuando, al decir de la gente, el rey había partido de Toledo al mando de un grupo armado de caballeros, infantes y peones.

No se conocía a ciencia cierta hacia dónde, porque probablemente el secreto y la discreción formaban parte del plan.

Según algunos se dirigieron al norte para apaciguar el territorio donde los vascones o cántabros venían quebrantando el orden.

Según otros, habían acudido a someter enclaves rebeldes en el noreste peninsular donde una parte de la nobleza, entorno a un usurpador llamado Agila, no reconocía la elección de Rodrigo, rex gotorum hispaniae, entronizado apenas unos meses atrás, tras la muerte de Witiza, su predecesor en la corona hispana.

Al tiempo, desde el sur llegaban noticias lejanas y confusas de inquietantes aconteceres. Hablaban de la invasión de una hueste exótica de hombres de tez oscura y corvas espadas: africanos, mauris, bereberes, sirios…, que avanzaban desde la costa meridional del Mare Nostrum hacia el interior llevando cautivos y botín.

Durante semanas eternas se escucharon relatos de luchas, de saqueos, traición, violaciones y muertes.

Cuando Rodrigo fue informado de ello en el transcurso de sus empeños, los enemigos norteños respiraron profundo al ver como el rey ponía caballos y armas en dirección de retirada hacia la vertiente sur del reino. Como también supo que algunos de sus íntimos adversarios facilitaban y colaboraban con la empresa invasora, propiciando la penetración del ejército mercenario musulmán desde la costa africana.

Fatigados los jinetes, llegaban a la capital tras la larga travesía. Las noticias que portaban con su galope, infringían cada vez más inquietud y desasosiego en los toledanos, hasta que finalmente supieron del terrible hecho: Rodrigo y los suyos habían sido derrotados en campal batalla.

No se sabía el paradero del rey, y para enjundias de la estirpe y su historia nunca se hallaron los restos del cuerpo para ponerlo en cristiana sepultura.


Fueron días fue duda, confusión, miedo y zozobra.

Qué había sucedido, qué debía de hacerse, se preguntaba Sinderedo en el palacio episcopal: acaso Dios lo había abandonado a él y a su pueblo.

El arzobispo conocía que quiénes acompañaban a los invasores en su cabalgada eran hermanos, a quienes la ambición, el resentimiento y el odio les había manchado el alma. Sólo le restaba tomar la decisión de partir o aguardar la llegada triunfante de los enemigos de Rodrigo, que lo eran también suyos, junto a aquellos hombres de broncíneos rostros.

Sinderedo, último de los prelados visigodos con sede en la Urbs Regia, no quiso arriesgar su vida ni prelatura a un destino incierto y marchó rumbo a Roma, acompañado de una discreta comitiva.

Así lo hicieron también, pero hacia las tierras norteñas, unas pocas distinguidas familias, acompañadas de su clientela, que se sentían, por similares razones, amenazadas. Al abandonar sus bienes y haciendas tuvieron la esperanza de volver tal vez pronto. Esperarían noticias y ocasión para, cuando las aguas estuviesen calmas, retornar.

Ni Sinderedo, que murió en Roma en el año 731, ni aquellos otros toledanos, volverían nunca de su apresurado exilio.

El resto, la mayoría de nobles e hijosdalgo poco o nada temían, porque esperaban las dadivas y ventajas de los que venían de camino, junto a los bárbaros africanos.

Por su parte la plebe, artesanos y otras gentes de oficios liberales, comerciantes y escribanos, unos con ilusión, otros con fastidio, permanecieron ante la dificultad de marchar acarreando familia e impedimenta. Al igual que el pueblo llano más menesteroso, siervo o campesino, siempre paciente, acostumbrado a cambiar de señores, de pastores, e incluso a empeorar su situación.

La Toledo orgullosa y abnegada, que Dios todopoderoso amparaba, permaneció a la expectativa y casi como siempre, porque el vacío de aquellos temerosos migrados apenas fue sentida.


Tras la inopinada victoria de la coalición hispano-musulmana sobre Rodrigo junto al río que más tarde los vencedores llamarían Wadi al-Layti, el río del león, la hueste se dividió en tres columnas que marchaban hacia Mérida, Córdoba, y Toledo.

Por la calzada romana, desde el sur hacia la Capital, los no más de dos mil hombres que formaban el ejército árabe bereber, unos a caballo, los otros a pie, avanzaban contemplando prados y montañas, verdes bosques y anaranjados trigales que ya les prometían muy apetecibles obsequios y ganancias.

Los oficiales árabes de a caballo que acompañaban al general Tariq, se hacían lenguas de lo que habían oído en Ifriquia y Damasco acerca del inmenso tesoro del reino de los godos, fielmente guardado en la capital del trono hacia donde ahora marchaban. Hablaban también con fruición y entusiasmo de las bellas aves depredadoras con que gustaban de cazar los rums, esos pálidos caballeros de largos cabellos y poblada barba, que cabalgaban ahora junto a ellos.

Tariq callaba, actitud que lo acompañaría desde su infancia y que tanto le había servido en su medra desde la más baja condición de esclavo bereber a lo más alto que podía escalar, gracias a su dueño, Musa, gobernador de Ifriquia, quien lo había manumitido por sus cualidades y méritos, que ahora valían el honor de acaudillar un ejército invasor al servicio de de Alah y su profeta.

Tariq, con la mirada al frente, fija y al tiempo desviada entre las orejas de su caballo, tenía presente aquel despacho que Musa desde su palacio en el África lo había hecho llegar días atrás:

“Someter Toledo es asunto prioritario; Madinat al-Muluk, la ciudad de los reyes, ha de ser tomada”.

Eran las órdenes transmitidas y a su vez recibidas por Musa desde Damasco por el califa Omeya, al-Walid.

Ya habían dejado atrás Laminium, Murum y Consabrum, cuando se anunció a la tropa que aquella sería la última jornada antes de llegar a Toletum. Pero aún quedaba un duro camino bajo el calor de últimos de agosto. La puesta de sol les encontró llegados al pie de unos cerros, en cuya suave cima se encontraba un monasterio, a tan solo unas diez millas en línea recta de Toledo. En la llanura junto al cauce de un riachuelo que años después llamarían Wadi Salit, dieron de beber a las bestias e instalaron tiendas y hamacas para hacer noche. Mientras, en lo alto, el monasterio vacío de moradores, que en su apresurada habían abandonado bienes, víveres y enseres, fue saqueado antes del amanecer.

Apenas dos horas a trote de caballo les separaban ya del objetivo. Al día siguiente llegarían a la capital. Organizaron las oportunas guardias nocturnas, y después de la cena el mando fue a reunirse en una tienda hasta bien entrada la noche.

Allí se encontraba Oppas, junto a otros hermanos de sangre hispana y goda. Tariq tenía interés en escuchar su opinión, porque serían esos mismos quienes de mañana alcanzarían en cabeza las puertas de la Urbe. Pero Oppas, que a duras penas se hacía comprender por su latín altisonante y su vehemencia retórica, exigía para sí y los suyos el gobierno de la ciudad. Tariq se mostraba tranquilo y en silencio mientras escuchaba las palabras de aquel soberbio e insolente obispo de Sevilla. Tan inalterado que sus oficiales se inquietaban ante lo que les parecía una actitud de aquiescencia de su jefe a las exigencias del prelado. Pero Tariq se levantó y mando salir de la tienda a todos cuantos allí estaban, menos a Oppas.

Un escalofrió recorrió el espinazo del obispo cuando solo ante Tariq, a la tenue luz de las lámparas de aceite, observó el temible fulgor de su tuerta mirada. Oppas trato de alzar la voz para librarse del insoportable embarazo intimidatorio de aquella expresión. Pero Tariq lo mandó callar con un gesto firme y lo invitó a tomar asiento frente a él, sobre la alfombra persa de campaña que cubría el terroso suelo en el centro de la tienda. Tariq apoyando su codo izquierdo sobre una mesita beduina de té, con su puño entreabierto y una seña inconfundible, lo retó a un pulso.

Fuera, las chicharras aun batían sus alas rasgando con su característico y persistente sonido la calurosa noche, cuando minutos después, bajo la luz de la luna creciente, Oppas fue visto salir de la tienda tan desairado que nadie de los godos se atrevió a acercársele.


Al siguiente día, con el sol ya en lo alto, la ciudad permanecía quieta y muda, nadie diría que intramuros estuviesen respirando miles de almas cristianas y algunos judíos, agazapados tras los portones.

Extramuros, como siempre sucedía durante el estío, en el anchísimo lecho en que el Tagus surca su vega alta, sólo había un inmenso charco de agua. Era el lugar adecuado para el paso de hombres de a caballo o a pie, junto a los carros tirados por bestias, rodado sobre cantos y leños.

Bajo el sol de justicia, Oppas cabalgaba seguido por seis caballeros hacia la puerta de la ciudad, situada frente al cenagoso vado donde los mosquitos formaban escuadrones en columnas verticales. El grupo portaba un viejo estandarte cristiano como salvaguarda. El resto de los hombres de oscura tez quedaron en la otra orilla, con sus lanzas, espadas y arcos, preparados a la espera de una orden de ataque.

Tras una hora de largo parlamento con un interlocutor situado en una estrecha saetera de la torre que guardaba la entrada, las puertas se abrieron para Oppas y su comitiva, cerrándose después, implacables, como un resorte, acompañando el tranco del séptimo corcel que entraba en la ciudad.

Hasta el final de la jornada Tariq no tuvo noticias de la embajada episcopal, y cuando sonaron las campanas del templo principal pudo avistarse un banderín ondeando en lo alto de la torre, a continuación, un jinete salió de la ciudad. Picando espuelas y levantando espumas del agua, cruzó el encharcado vado. La columna de armas bereberes lo abrió un pasillo.


Tariq recibió al jinete en su tienda apostada en retaguardia. Mientras escuchaba las palabras del joven caballero cristiano, gravitaban en la mente del africano las órdenes de Damasco y su rostro no mostraba el más mínimo atisbo de complacencia. A pesar de la aceptación toledana de los términos de la capitulación, había una mínima e irrelevante cuestión: no serían cristianos quienes franquearan las puertas de la ciudad a la grey musulmana, los judíos toledanos habían recibido ese encargo de Oppas.

El caballero, después de ser obsequiado con una frugal cena, regresó calmo casi anochecido. Lo esperaban con rostro grave en el palacio episcopal, y sin mayor ceremonia comunicó a los allí reunidos que la entrega de Toledo había sido fijada para primera hora del siguiente día.

Después del alba las calles estaban completamente desiertas cuando los portones de la ciudad se abrieron. Tras las paredes de iglesias y moradas aguardaban, sin saber aún el qué, unos treinta mil hombres y mujeres que, sin que ellos mismos lo pudieran sospechar, acababan de convertirse en tributarios dimmies. Tardarían tiempo en conocer los términos y consecuencias de la llegada de aquellos extranjeros, apenas sucedida con los primeros rayos del sol.

Nosotros no estábamos allí y no pudimos anunciarles que comenzaba para ellos y para sus hijos, sus nietos, bisnietos, tataranietos y sucesivas generaciones, lo que otros hombres, en otro tiempo, llamaríamos la Era Mozárabe de Toledo.


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