Un cuento ilustrado
Por Fernando Garrido
Érase alguna vez una bella mujer a la que él llamo Blanca Mirla, porque parecía volar.
De ella no sabía qué, cuándo ni dónde, pero siempre amanecía. A veces se la esperaba, otras menos.
A Antoine, su eventual aparición le suscitaba continuamente la inquietud de la espera ante un acontecimiento especial y festivo. Entonces, experimentaba algo así como un vértice álgido en el registro gráfico, casi plano y rectilíneo, de una vida acomodada, apacible y rutinariamente cotidiana. De tal forma sucedía que la jornada se le alegraba con expectativas inciertas, pero no imposibles, donde ella estaba, sin saberlo, como su carátula de proa, ignorante o tal vez no tanto de que alguien la pensara intensamente sin tan siquiera haberse cruzado un gesto, ni un saludo ni palabra con ella, porque para entonces tampoco nadie nunca les presentó.
Él, a pesar del tiempo transcurrido, aún recordaba bien la primera vez. Aquel prístino alborear que luego se repitió en tantas e insuficientes ocasiones, siempre en los habituales lugares de reunión y esparcimiento social. En aquella ocasión primera recibió el implacable dardo envenenado de Cupido que portaba la revelación química y formal de la existencia de un femenino ser extraordinariamente atractivo, al igual que enigmático, misterioso e irresistible.
Por eso no tardó en emprender una discreta, pero concienzuda investigación sobre su identidad y biografía. Unas veces observándola, furtivo, con mirada de espía y otras escuchando lo que algunas personas pudieran decir o contarle. Él les preguntaba con perífrasis y rodeos, guardándose de no levantar sospechas por su obsesivo e incisivo interés.
De esa forma pronto conoció su verdadero nombre, estado y procedencia, su círculo, ocupaciones y otros perfiles que se mostraban cada vez más subjetivos e imprecisos en tanto se alejaban del frío dato documental y del apunte analítico. Así, pronto la ficha estaba prácticamente completa y poco más cabía reseñar. Sin embargo, lo psicológico, se resistía enormemente a la hora de encajar siquiera algunas pinceladas precisas en el retrato de su íntimo carácter, personalidad y temperamento. En cualquier caso, su inusual y exótica belleza figuraba como principal rasgo objetivo e incontestable, no sólo para él sino para cualquiera que la contemplase.
Transcurrido casi un lustro, su inquietud aún estaba encallada en ese permanente ayer, eterno, contemplativo. Aunque, ya para entonces, él tenía la certeza de que ella sabía de su inquietud y que también notaba cierta agitación al cruzarse las miradas en esas pocas ocasiones que se encontrasen de frente, caminando por calles y jardines o en los salones de veladas y cenáculos habituales.
Algo que continuó sucediendo discrecionalmente, a capricho del destino, hasta que la blanca mirla desapareció de su vista bastante más tiempo de lo que él consideró probabilísticamente razonable.
Así que, a medida que pasaban las estaciones, su ausencia reiterada a las siempre esporádicas, aleatorias e inexistentes citas, le hizo aceptar la odiosa realidad.
Hubo de admitir cabal y racionalmente aquello que sus ojos y oídos habían visto y escuchado: ella, en todo aquel tiempo, había mantenido amistades de imprecisa naturaleza con algunos otros entre los que él no figuraba.
Tenía que aceptarlo. Probablemente le faltó arrojo o quizás confianza en sí mismo para ser uno de aquellos. Pero no, él así lo había querido siempre, dejando estar cada una de las oportunidades que se presentaron, porque precisamente en ello experimentaba colmado su deseo y aún mayor.
Ella, ahora, tal vez había marchado lejos y para siempre con aquel triste sujeto que la acompañaba las últimas semanas. Qué importaba. Quien quiera que fuese no le había arrebatado nada real. Ella era su creación teórica, una presencia y ausencia idealizadas en el goce de la mera y eterna posibilidad. Porque para él, ella era una fórmula, la Mirla Blanca, un ente pleno y químicamente puro. Pero, sin embargo, la mujer que había marchado fue sólo un soporte tangible y material, un compuesto viciado de elementos fundamentalmente impuros.
De esa forma, reflexionando ante la fatal evidencia, Antoine de Lavoisier, cerró su libro. Lo guardó en el bolso de cuero junto al lápiz y su libreta encuadernada en terciopelo azul.
Alzó la vista. Se giró. A su espalda, calle arriba, percibió el taconeo del tranco de una alegre gacela blanca. Apuró el ultimo sorbo de coñac, dejó libre su asiento del velador bajo el cielo soleado del mayo parisino y, caminando apresurado tras de ella, confirmó aquella vieja idea griega que él mismo había reelaborado: “nada, nada se pierde, sólo se transforma y cambia”.
Convencido, la siguió por los Campos Elíseos hasta desembocar en la plaza de la Concordia donde ella desapareció diluida entre una muchedumbre que jaleaba enardecida entorno a un siniestro entablado y, vociferante, le invitaba a sumarse al confuso ceremonial. Pero él no cejó en el empeño de buscar el rastro de aquella gacela sublimada al contacto con la barahúnda del gentío.
Fue en vano el esfuerzo.
Antoine, en ese intento quedó preso y atrapado por la masa enloquecida, sedienta de sacrificios. Poco a poco, a toque de tambor, se hizo un silencio sepulcral. A continuación, la cabeza de Antoine, separada de su cuerpo, rodó acompañada del chasquido implacable del afilado acero de una revolución vascular que no fue la suya.
Tras la ejecución, en trazados arabescos, una mirla blanca sobrevoló el lugar hasta que, majestuosa, se posó en lo alto del cadalso, velando con fruición para siempre otro venerable e ilustrado cadáver en la Historia.