© Fernando Garrido, 3, VII, 2024
Basta brujulear por los medios de comunicación, hojear novedades editoriales, observar los currículos educativos o el espíritu y contenido de las más recientes leyes, para encontrar que la ideología de géneros LGTBIQ lo impregna todo. Esta semana tocaba sopa de orgullo con gurullos que se han de tragar.
Pero, qué es orgullo.
Imaginemos, por ejemplo, a las madres de Lenin, de Pablo Escobar y de Hannibal Lecter, ellas seguramente estaban muy orgullosas de sus hijos, y así la mayoría de las madres de monstruos y criminales que en el mundo son o han sido, y que muy probablemente, por su parte, también ellos se tenían una gran estima y orgullo de sí mismos.
Pasión de madre se puede decir de lo primero, y enfermedad moral, como mínimo, de lo segundo.
El orgullo pues, no es necesariamente un sentimiento moralmente positivo ni mucho menos objetivable per se; en cualquier caso, depende de cuál sea el motivo y el grado de adecuación a una determinada realidad.
Sentirse orgulloso de ser diferente o quizás mejor que lo demás puede tener justificación siempre y cuando atienda a un logro específico o excelencia determinada y, sobre todo, que la exaltación de ese sentimiento no sea ostentosa, hiriente, ofensiva o escandalosa para los demás. Esto último incluye no denigrar al otro, ni llevar el orgullo al extremo de caricaturizarlo en el intento.
Creo que, llegados a este punto, el discreto lector ya habrá hilvanado a qué extraño, excesivo e impropio orgullo me refiero. Sí, pero no. En realidad, quiero apuntar a otro sentimiento, el odio.
Porque precisamente hay orgullos que para afirmarse necesitan que el odio acuda en su ayuda puesto que no hay otro motivo mejor para reivindicarse que victimizándose.
Pues es un hecho que no existe en nuestra sociedad un rechazo generalizado, ni mucho menos odio, hacia una homosexualidad que se ha normalizado hace décadas, a pesar de que determinadas pretensiones disparatadas y conductas “barrocas” busquen provocar todo lo contrario.
Estoy hablando de ese activismo que, por supuesto, no alcanza a todo el “colectivo” pero que se apropia, reinventa y encadena las siglas LGTBIQ a toda suerte de contradicciones existenciales, sentimentales y, sobre todo, políticas; he ahí la madre de Lenin, de Pablo y el silencio de los corderos.
Siempre se ha dicho que para gustos son los colores, pero no han de ser obligadamente los del banderín arcoíris junto a las banderas que sí representan a todos.
Pues existe una amplísima mayoría que legítimamente sienten indiferencia, o repelús, o antipatía, o prevención ante determinadas prácticas o tendencias sexuales contrarias a su moral, ideas y creencias.
Están en su derecho. Es más, muchos podríamos sentirnos orgullosos de tener una irresistible inclinación a amar a las mujeres y, estás, análogamente de sentirse interesadas por los varones. Orgullo fundado además en algo que es biológicamente la norma y constituye el sentimiento intersubjetivo de la inmensa mayoría del género humano y otras especies planetarias, que sólo de esa manera e impulso, tenemos entendido, se reproducen.
Sin embargo, bien al contrario, encontramos el afán de un poderoso y oneroso lobby gay-feminista que, enrarecido bajo las siglas LGTBIQ, etcétera, impone su orgullo oficial a toda una sociedad, a la que obliga a salir de un armario de odio ideológico empotrado en un relato que justifique su especulativa avaricia y, tal vez, resentimiento.
Algo a su vez impulsado e instrumentalizado por ideologías que históricamente les han sido hostiles, pero ahora les acogen como palanca para crear una nueva identidad de clase uniformada y esclava.
Esa pretensión se amplía hasta el punto de que para no considerar “odio” se requiere una completa e incondicional adhesión. Es blanco (arcoíris) o es negro (fascista), o amas (homosexual bueno) u odias (heteroxexual malo), no hay otra opción.
Pero aún no basta sólo con amar, sino que se ha de ser un átomo más de esa burbuja programática que consiste en crear dudas en los individuos acerca de su sexualidad, para despojarlos de su natural identidad.
Un paso necesario para la revolución totalitaria que se traen entre manos los actuales enemigos del Hombre.