© Fernando Garrido, 6, II, 2022
Un bestiario es, como su nombre parece revelar, una colección de bestias más bien fantásticas, creadas por una imaginación humana embargada en sus albores por el pensamiento mágico o mítico.
El término bestia está en creciente desuso, pero tradicionalmente fue aplicado a los individuos del reino animal, y más particularmente a aquellos que, más o menos domesticados, servían al hombre en sus afanes. No obstante, el vocablo ha sido aplicado puntualmente a determinados colectivos humanos a fin de cosificarlos y hacer más llevadera su criminalización y exterminio. No muy lejos se han expresado así conocidos próceres, ideólogos y fanáticos de los socialismos y nacionalismos xenófobos antiespañoles, instalados hoy en las más altas instituciones del Estado.
Aparte de esto y sin embargo, estamos padeciendo un fenómeno no tan estabulado, retrogrado, paleto, ni aldeano, sino más amplio, de carácter y consecuencias globales. A bulto y de manera general podría decirse que existe una pretensión antitética de equiparar o elevar a la bestia (animal) a la consideración de humanidad en estado de virginidad o naturaleza. Se trata de un movimiento que viene a identificar al animal, por su condición de inocencia salvaje, con un ser moralmente superior en contraposición a la corrupción ética del individuo social inmerso en la civilización.
Es la reedición y translación del mito del “buen salvaje” de Rousseau que, adoptado con entusiasmo por los románticos y las ideologías revolucionarias del siglo XIX, preconizaba ya una suerte de comunismo primitivo. Para todos ellos cobraba validez la apreciación rousseniana de que,«el hombre que medita [reflexiona] es un animal depravado».
En esto se atisba una vuelta de tuerca hacia la caprichosa idealización naturista que, en cierto modo, alimentaba los bestiarios para ejemplarizar a través de la animalidad la miseria humana.
El llamado animalismo no es al fin y al cabo otra cosa que eso, aunque con más complejidad y múltiples variables que confluyen en propugnar la urgente y necesaria proclamación de unos “derechos universales del animal” en una irreal e imaginada Animalandia, un paradisiaco parque temático irracional y animalista.
De momento, a falta de una Asamblea Animal Constituyente, la legislación humana va abundando al respecto. Tanto es así que incluso aquellos poseedores de mascotas, a quienes se les presupone un plus de amor hacia las bestias, son obligados a cursos para la obtención, previo pago a oenegés protectoras animales, de un certificado de actitudes para garantizar el trato humano a su protegido.
Fruto de esa exaltación de humanidad en las bestias, es el hecho de que las mascotas, en proporción nunca conocida hasta ahora (más de diez millones de individuos censados), ocupen el lugar que antes pertenecía a las amistades, la familia, y en especial a la descendencia.
Y ya no digamos lo que sucede en el ámbito de la cría animal para el consumo, donde el concepto de “estado del bienestar” se ha trasladado al servicio de unas bestias pasivas que no se reconocen a sí mismas como individuos ni como especie, pero que se les quiere considerar sujetos de derecho, es decir, entes susceptibles de adquirir unos privilegios gratuitos e impropios y de contraer obligaciones imposibles.
Debo hacer un inciso para que no se entienda mal todo esto que digo: el respeto al animal, como a cualquier otro elemento de la naturaleza es una actitud moral que ennoblece al hombre, pero desde el plano ético, la libre disposición, ordenada, responsable y utilitaria de los recursos naturales al servicio de la humanidad es un fin supremo e inalienable. La racionalidad al abordar esta cuestión ha de desplazar al sentimentalismo especular.
Porque el sentimiento lirico que invita, por ejemplo, a que interpretemos la mirada de un animal como expresión de humanidad es difícil de evitar; no obstante, constituye un error reminiscente de tipo mágico animista.
El tema da para un sinfín, pero es importante señalar que hubo generaciones de Hombres que tomaron muy en serio el bestiario. De aquello conservamos fantásticos relatos y todo un corpus descriptivo de figuras e imágenes de criaturas que nadie vio jamás en la realidad pero que, a fuer de costumbre, anidan en una especie de universo platónico paralelo instalado en el imaginario colectivo. En él conviven el bello unicornio, la encantadora sirena, el violento hipogrifo o el águila bicéfala…
Con el discurrir mental, evolutivo e histórico, siguiendo la máxima de sostenibilidad que entonces no se decía así, sino más bien se expresaba bajo un «aquí no se tira nada», se aprovechó el bestiario, entre otras, para ejemplarizar virtudes y defectos o hacer referencia a la maravillosa arbitrariedad de la creación divina; además de ser motivo culto y recurrente en las artes, como también elemento de festividades y tradiciones populares.
El bestiario más algodonoso, amable y racional, está presente en las fábulas, cuyo breve relato posee un carácter didáctico-moralizante, esto es, con moraleja. Un género que funciona desde la Antigüedad (Esopo, Fedro, Ovidio…) hasta el presente; donde el relato con protagonistas animales se ha alargado y adaptado a cuestiones morales o existenciales de cada momento; recordemos “la granja” de G. Orwell, “la metamorfosis” de Kafka, o el burrito “Platero” del lírico yo de J.R. Jiménez.
Así las cosas, hoy, el bestiario ha adquirido dimensiones colosales nunca conocidas, vehiculado sobre todo a través del cine de animación.
Este último término “animación” es realmente ilustrativo de ese proceso mediante el cual se trasplanta el alma humana a la bestia.
Ese préstamo anímico ajeno a la realidad, no deja de ser una involución idiota hacia formas de pensamiento mítico cuyo relato es reescrito en la actualidad por determinados discursos políticos, que han hecho suya la doctrina dogmática que inspira a las organizaciones ecologistas, verdes, naturistas, espiritualistas, cuya inocencia concluye ahogada en el lucro de la subvención y corruptelas.
En el plano político, el fenómeno animalista, sin menoscabo de otras consideraciones, responde al hecho histórico de haber sido prácticamente ya alcanzados la mayor parte de los derechos posibles a que aspiraba el ser humano, dentro de los sistemas políticos occidentales. Así pues, las ideologías que se nutren de la revolución permanente para subsistir, se ven obligadas a crear nuevas expectativas, cuya reivindicación insatisfecha asegure y justifique su supervivencia.
Así, apelando a un espíritu de salvación del Mundo, se lanzan a conquistar derechos para otras criaturas que pueblen la Tierra para aumentar su representación clientelar, política y sentimental, localizada ahora en el nuevo bestiario animalista.
Sucede y es un hecho constatable que, cada exceso ideológico emergente es invariablemente alentado e incorporado a la matriz totalitaria que subyace en la izquierda política, introduciéndolo en su discurso como instrumento para la consecución de objetivos de un mayor alcance, que son, en definitiva, el proyecto de máximos de los socialismos: el control total y plena planificación social.
El animalismo en sus manos es una de las palancas útiles para fines diversos, siempre distintos de aquello que aparentemente emerge como reivindicación, pero lo hacen sonar con una melodía capaz de seducir visceralmente a gran parte de la audiencia electoral.
Por otra parte, a la vista está que existe un interés descaradamente económico que anuncia una revolución en la dieta (planificación), que supone y supondrá un enorme cambio en el sistema de explotación agrícola y ganadero acorde a la rentabilidad de la nueva industria químico alimentaria, basada en el vegetal para la fabricación de alimentos pastiche que imitan sabores, texturas y valores nutricionales supuestamente equiparables al de las carnes.
Algo así a la gastronomía, como al arte las pinturas de Giuseppe Arcimboldo, trampeando carnaciones a base de nabos, pepinos y perejiles. Esa industria ya está en marcha. Sus gurús y promotores tienen, como el pintor milanés, nombre propio.
No debemos soslayar que, aunque en la actualidad en gran parte del Planeta los individuos no dedican todo su tiempo ni esfuerzo a la obtención de alimento, a lo largo de milenios esa búsqueda fue la única, difícil y arriesgada actividad diaria del homo sapiens para su supervivencia.
Una dedicación que fue determinando el proceso evolutivo, donde el aporte energético de la proteína de origen animal, jugó un papel decisivo en la cerebración y aparición de los rasgos sicosomáticos fundamentales del ser humano.
Es por todo ello que la alimentación sea uno de los más suculentos negocios que pueda haber en el Planeta. Es un mercado de ocho mil millones de individuos que han de comer cada día. Evidentemente, los depredadores están siempre al acecho para darlo un mordisco tan grande como pueden.
Eso es en última instancia lo que alienta, financia y está detrás de gran parte de las bestialidades animalistas-ecologistas: la planificación del consumo de alimentos cuyos medios de producción, patente y fórmula -como la de la Coca-Cola- pertenecen en exclusiva a corporaciones monopolísticas para un gobierno despótico de los estómagos, y de paso, también de las mentes. No en vano, ya en 1850, el antropólogo alemán Ludwig Feuerbach sentenció que, «Si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos; el hombre es lo que come».
Una revelación que ha pasado al lapidario colectivo como «somos lo que comemos»; un axioma interesante a quien pretenda conquistar –para el bien o para el mal- el alma humana.
Se trata de la conquista del Ser penetrándolo por las tripas.
Nada nuevo si observamos cómo el decir popular ya señala que, «la dama conquista al varón por el estómago». Pero no se preocupe ni enfade el feminismo de piel ciruela, porque recientemente una investigación de la Universidad de Drexel, ha encontrado que esa víscera es sumamente igualitaria, ya que «las mujeres se muestran más receptivas a las insinuaciones amorosas tras haber disfrutado de una buena comida» (Quo, 17, VIII, 2015).
Es cierto y real que el control del alimento, como el de la energía, otorga un inmenso poder sobre el Otro. El alimento es al fin y al cabo, energía.
El fogón de chef con Michelines, es tan sólo una lujosa, sofisticada y exclusiva refinería energética.
Y como en el amor o el sexo, el buen rollito gourmet, no es otra cosa que un exquisito refinamiento creativo que eleva a categoría humana lo que es en origen una pulsión animal e instintiva. Si la inocencia salvaje de las bestias es de un valor moral superior al estado de civilización, los derechos humanos y del animal lo serán en tanto a su estado de naturaleza. Y al final de este viaje sólo cabrá esperar un nuevo bestiario que incluya a animal y ser humano, sin distinción, bajo el imperio de la ley natural de la selva para ambos.
Salud, y por Snoopy, ¡guau, guau!