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Fernando Garrido, 22, X, 2022
Aunque el socialismo proclamó que “la religión es el opio del pueblo”, el socialismo siempre ha ansiado ser un opiáceo sintético para imponerse al pueblo necesitado de fe.
A partir del Renacimiento, con el triunfo del Humanismo el Occidente cristiano fue experimentando un largo y lento proceso de desencantamiento del mundo: separación entre razón y fe –en detrimento de esta última- que explicaba el devenir humano en claves menos divinas y más científico antropocéntricas.
La Iglesia acompañó, con distinto grado de aceptación y reticencias, en ese camino de segregación espiritual-temporal, acomodándose poco a poco en el espacio espiritual que le era propio. Porque, a decir verdad, fueron precisamente destacados hombres de Iglesia los que por entonces hacían, en mayor medida, la ciencia y también la filosofía en que se sustanciaba esa razón humana.
Hoy siglo XXI, sin embargo, el proceso que se sigue es un reencantamiento de signo distinto: la razón va siendo menos humana y más telúrica.
Se trata de una traslación o desplazamiento hacia una naturaleza cósmica espiritualizada, cuyos dogmas se sustentan en éticas ecologistas que debaten derechos y normas para la Luna, el Sol, el viento, la lluvia, el mundo mineral, vegetal y animal, quedando la razón y derechos humanos subsumidos bajo la cúpula igualadora, postmoderna y posthumanista de la llamada democracia “avanzada” que no es sino su acomodo globalista, expresado en la agenda-catecismo 2030.
Todo sucede en este momento en que se posee la mayor capacidad científica y tecnológica jamás conocida que, sin embargo, paradójicamente conduce a la humanidad a estadios primitivos de esclavitud bajo control de la tecnología e inteligencia artificial en manos de las élites que poseen los oráculos y poderes mágicos.
La Iglesia de Bergoglio también acompaña (quizás alguien lo puso en la cátedra para eso) en este viaje de reencantamiento woke hacia una conciencia animista universal, o multiversal, puesto que ha visto la oportunidad católica en el giro globalista religioso adoptado por los socialismos del siglo XXI, cuya estrategia consiste básicamente en emplear el vademécum retórico cristiano para penetrar en la sociedad.
Esa penetración es relativamente sencilla en el hombre cristiano que todo occidental -creyente o no, practicante o menos- lleva genéticamente incrustado bajo la piel. Una fe cristiana que puede no estar del todo consciente o activa, pero no ha muerto ni ha desaparecido, porque susurra ante cada conflicto ético-moral o conciencia, acudiendo al auxilio de la razón práctica.
Este hecho insoslayable ha sido captado en las últimas décadas por las corrientes materialistas entorno al socialismo utópico-científico, como medio para alcanzar sus metas y objetivos políticos.
De ese modo, en medio de las crisis ideológicas, económicas y de valores que cabalgan los siglos XX y XXI, los socialismos se han reinventado en demócratas -los más y únicos legítimos demócratas - reunidos bajo la comercial e imprecisa etiqueta de “progresismo”, transfigurando la democracia –en la que no creen- en credo netamente religioso, rescribiéndola con relatos radicalmente cristianos que nutren una teología laica cuya síntesis apoteósica sea el culto a la Democracia.
El presente papado es un paso al frente y más allá. Una parte de la Iglesia católica romana postconciliar, ha asimilado el mensaje y entrado en el juego del poder temporal, sumándose al ceremonial retórico progresista en un proceso de retroalimentación donde, como en la Antigüedad, el cristianismo abrazado inicialmente por mujeres y esclavos (es decir, aquellos que más necesitaban creer en una recompensa futura por las penurias de su miserable existencia), tras ser perseguido, es adoptado como justificación espiritual del poder que antes les martirizó.
Esto es lo que ahora, grosso modo, reaparece: una simbiótica opiácea woke cesaropapista para un Nuevo Orden Mundial –o Juicio Universal- que –dicen- se atisba cercano.
Hoy casi toda propuesta política es religiosa (progresista), porque la práctica totalidad de partidos políticos, y cada vez más las grandes o medianas empresas, organizaciones e instituciones, han asumido y asimilado la nueva alianza divina que promete el premio por adelantado en una gloria terrenal gratuita y eterna, que el feligrés demócrata ha de aceptar obligado por razón de fe.
Traigo tres ejemplos:
Qué es sino el dogmático demagógico “estado del bienestar” infinito, sino una promesa paradisiaca multicultural que todo lo aguanta y justifica, mientras la estructura de la democracia liberal se resquebraja con un peso para el cual ningún sistema que en el mundo hay o haya habido, está preparado. Se trata en realidad de llevar el sistema democrático al colapso inducido, agotando sus posibilidades, para hacer realidad –ahora sí- la profecía mesiánica marxiana.
A tal fin los próceres democráticos auspician gabinetes creativos multidisciplinares que producen artificialmente necesidades y derechos imposibles de sostener ni económica ni racionalmente, generando la consiguiente frustración popular. Por eso, la secuela del “estado del bienestar” ya se está predicando en las homilías progresistas y lleva por título: “no tendrás nada y serás feliz”. Quizás el siguiente rótulo se formule en algoritmos que codifiquen algo como “por amor a Dios (democracia), vivan las cadenas”.
Otrosí: qué es sino ese paraíso naif en que se nos pintan piedras, vegetales y animalitos de goma eva con sentimientos y conciencia, de lo cual se derivan, por ejemplo, las reivindicaciones extravagantes del bienestar animal llevadas al extremo en las de vigilias religiosas animalistas, celebradas a las puertas de plantas de sacrificio industriales, donde chicas lloran, como magdalenas en el Gólgota, ante un camión de cochinos cerriles y apestosos.
Otrosí: qué es sino la falacia dogmática expresada con el “nadie se quede atrás” justificado en una vulnerabilidad multiversal y multicultural que afecta a este o aquel individuo y colectivo, sino un mandamiento por el cual toda riqueza, excelencia, éxito o esfuerzo es considerado pecado democrático de agravio al interés común. Así, los derechos y bienes adquiridos, sean materiales o intelectuales e incluso la prole, vienen a representar una amenaza o afrenta contra el dogma que legitima la expropiación de hijos, bienes e ideas.
En definitiva, asistimos a una transfusión medular desde el cristianismo al progresismo, que lleva a justificar el sacrificio martirial del individuo y la sociedad occidental que, previamente desencantada y desracionalizada, es ahora víctima del fanatismo democrático y esclavo en un paraíso terrenal imposible administrado por el amor cósmico de un Dios woke.