© Fernando Garrido, 21, X, 2022
Toledo tiene el extraño gusto de negar a menudo el rico nomenclátor histórico urbano.
Existen bastantes calles cuyos nombres populares, otorgados según su actividad, fueron caprichosamente sustituidos por otros de origen muy anterior, negando a aquellos otros más recientes.
Así por ejemplo, calles como Chapinería o Tornerías toman el apelativo antiguo en detrimento y para olvido de sus últimos nombres, o sea, cuesta de la Feria y calle de las Pescaderías.
No se entiende demasiado bien ese caprichoso afán. Pues si lo que se quiere es rememorar el pasado remoto bastaría poner una plaquita explicando su historia y evolución. Algo desde luego más respetuoso, didáctico y coherente que plantar el nombre más antiguo porque sí, o como hacían aquellos bereberes plebeyos baladís que, pretendiendo prestigiarse, buscaban improbables y linajudos ancestros en los secos pozos sirios.
No creo que Toledo sea baladí…, pero otras veces la negación responde a la perdida de categoría urbana, aunque se continúe asignando sin merecimiento.
Tal es el caso de muchas plazas que han dejado de serlo por la negligente incapacidad de quienes hasta el presente no han sabido cómo ordenar la vieja Ciudad.
Entre ellas, la plaza de la Magdalena es ejemplo paradigmático de negación a lo que de común una plaza es o debe ser. Por eso, no espere nadie encontrarla como atípico remanso para placear en medio del serpenteante callejero toledano.
Descubrirá, eso sí, un espacio caótico e hipertrofiado; torturado con el trasiego del tráfico rodado, sembrado de pivotes y cadenas, sucio e invadido con decenas de coches aparcados por montonera, junto al testimonio de alguna terraza embutida con calzador entre cien desvaríos, despropósitos y atropellos. Tantos que llamarla “plaza” es un voluntarioso ejercicio de imaginación conceptual contrario a ese octavo mandamiento que sentencia “no mentirás”.
Pero si considerar a ese batiburrillo “plaza” es embuste, quizás no tanto se puede decir de su piadosa advocación, debida a la extinta parroquia que la presta el nombre de María Magdalena, pues la pena, la lágrima y el llanto son atributos de esa Santa apetecida por la pintura barroca, que tan dramática y tenebrista se ajusta a la realidad presente.
Al igual que en aquellos “Murillos” o “Riberas” de los Siglos de Oro, también muchos toledanos desearíamos ver retratada a esa que dicen la “Madonna del Cencerro”, pecadora y culpable, expiando con el rostro compungido sus desmanes y los de su sancha estirpe en las urnas de primavera.
Aunque en honor a la verdad no se ha de negar que la de la Magdalena era, a principios del XX, no más que una plazoleta; pero gracias a la superioridad moral de los partidos de la guerra (PSOE, PCE-IU) que aún hoy nos saquean y acribillan, después de la contienda incivil, fue posible ampliarla a cuenta de unas casas arrumbadas por los cañonazos y el tiroteo del rojerío “ilustrado”, cuya impronta todavía está presente en la fachada del Casino.
Aun así, corriendo el tiempo, no ha quedado espacio que aplicar al sosiego ciudadano en la no-plaza de la Magdalena, donde conviven a duras penas transeúntes y algunos negocios dispares decididamente encarados al turismo.
Entre estos está la tienda que fuese de bicicletas, deportes y juguetería del entrañable Federico Martín Bahamontes, que hace años la arrendó a unos chinos que vendiendo pan, chucherías, comestibles, “bebestibles” y todo tipo de artículos de bazar, han levantado un pequeño gran imperio.
De frente y al lado de ese colmado asiático resiste fósil y cerrado un establecimiento que fue ecléctico comercio de zapatos, semillas, peces de acuario, cuerdas y artefactos variados, cuyo escaparate lleva lustros acumulando polvo, ácaros y pelusas.
Cordelería que estuvo de siempre regentada por los Córdoba, familia de rancio abolengo mozárabe toledano, que probablemente llegaron a la capital castellana huyendo de las persecuciones cordobesas durante la dominación islámica.
Resulta curioso que hoy, a unos pocos metros, en el edificio que fuera el Centro de Artistas e Industriales (el Casino), sucesores de aquellos perseguidores medievales han adquirido una buena porción del inmueble para sede de un misterioso “centro de interpretación islámica”, bajo el patrocinio de un magnate saudí que dedica sus petro-coins a propagar el wahabismo, corriente islámica arcaizante –por no decir integrista radical- que observa la sharia rigurosa y el deseo de expansión, reconquista o reislamización de territorios que estuvieron bajo dominio islámico.
A propósito de esto no deja de sorprender la proliferación de negocios clónicos atendidos por musulmanes en derredor de los restos de lo que fuera la mezquita llamada ahora de “las Tornerías”.
Sorprende y levanta suspicacias porque parece que esas tiendas, que se hacen absurda competencia con idéntico género (lámparas y objetos de cuero…), tengan rentabilidad, pero posiblemente sean financiadas a perdidas por el jeque, a fin de crear una piña o gueto en torno al enclave, para un día quién sabe… Pues el lugar donde se hallase una mezquita en el pasado, sigue siendo sagrado para la ultra-ortodoxia; y como tal ha de ser liberado del infiel, defendiéndolo con sangre si fuese preciso.
Lo cierto es que bajo la sharia sería improbable la pervivencia de algunos locales como el “Bar Ludeña”, que es de lo poco que queda del Toledo castizo funcionando allá en su esquina entre la Magdalena y Tornerías.
Establecimiento donde aún puede verse a algunos toledanos de toda la vida, haciendo relaciones sociales entre vinos maridados con apetitosas carcamusas: tapa elaborada con magro de cerdo, guisado con tropezones de chorizo, especias, guisantes, tomate y otras verduras.
Cuentan que la carcamusa es una tapa dada a luz en esta taberna, y que debe su extraño nombre a una guasa dedicada a cierto público que lo frecuentaba en los años cincuenta, cuando al parecer allí se daba cita señores algo más que maduros, que se hacían acompañar por alegres querindangas.
O, dicho de otro modo: unos señores carcas con sus bellas musas. De ahí la “carca-musa”.
Otra versión menos divertida, pero más científico-filológica, señala su origen etimológico en "camush", que en lengua romance arcaica significa "arrugado"; en este caso no referido a aquellos vetustillos señores -aunque bien podría serlo- sino al aspecto de la carne tras pasar por el rescoldo del fogón.
Personalmente, sin poder explicar por qué, siempre asocié el nombre de “carcamusa” con una especie zoológica tal que un cangrejo, un topo, una musaraña, o el mítico gamusino adoptado recientemente como nombre para un dulce burgalés.
Sea como fuere, lo que sí parece cierto es la atribución a Pepe Ludeña -primero en regentar la tasca y padre del actual- de al menos popularizar el celebrado guiso, tan distinto al desaguisado que afecta a la no-plaza donde se cocina así como al resto de la ciudad.
Pero en Toledo a la Madonna y a su equipo de gobierno les sobran espejos mágicos para hacerse ver guapísimos. Todo son éxitos y bla, bla, bla, mientras se aplican costosas cirugías que ya no les queda una molla que succionar, ni camush sin inyectar botox. Y como otra cosa no hay, tenemos hasta mayo plato único de estomagante sanchamusa.