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© Fernando Garrido, 8, IV, 2025
Todas las secuencias han llegado a su conclusión; el tiempo no puede esperar y Hamlet, el atormentado príncipe de Dinamarca, cae muerto en escena exclamando: “¡Para mí ya sólo queda el silencio eterno!”.
Hamlet, ejemplar personaje humanista y medieval del teatro barroco británico, de haber gozado de mejor fortuna, hubiera llegado a ser virtual señor danés de aquella otra lejana tierra. Pero el ser se le quedó corto, condenado entre aplausos a morir eternamente prisionero del drama.
Hoy, Groenlandia, aquella isla nación entre el Ártico y el Atlántico, con una población de menos de 60.000 habitantes, similar a la de capitales como Ávila o Mérida, y cuatro veces la superficie de España, es motivo de controversias.
Groenland, la tierra verde, nombre algo pretencioso por cuanto el hielo la cubre en un ochenta y cinco por ciento. Al parecer aquel territorio fue abordado a finales del siglo décimo por Erik el Rojo, un vikingo aventurero, comerciante e impulsor de los primeros asentamientos de colonos nórdicos en esa gélida e inhóspita tierra que, tras disputas con los noruegos, acabó perteneciendo al reino danés del que se fue independizando a lo largo del siglo XX.
Así, Groenlandia, es hoy una nación autónoma pero vinculada a Dinamarca, de la que dista unos 35.000 kilómetros en avión, aunque si uno vuela desde los Estados Unidos el trayecto será de apenas 5.000.
No sé, pero creo que si yo fuese groenlandés quizás preferiría la cercanía, ventajas y nacionalidad de la gran nación norteamericana a la decadencia del mundo europeo. Es más, siendo español en vías de conversión a súbdito dentro de una confederación de repúblicas populares (socialistas), optaría, a ser posible, por el estatuto de ciudadano libre estadounidense.
Pero no es mi propósito ir más adelante en esta reflexión sobre la actualidad geopolítica internacional, porque para un servidor y alguna generación que me acompaña, Groenlandia, no es un asunto político estratégico sino una de las enormes canciones que inauguraron y definieron LA MOVIDA. Una época dorada donde, a pesar de que nuevas leyes impongan cómo memorizarnos, con Franco e inmediatamente después de él, éramos Incontestablemente más jóvenes y felices.
Nuestra Groenlandia de los setenta-ochenta, fue compuesta por Bernardo Bonezzi con apenas trece años y, más allá de la literalidad aparentemente melodramática y sideral de sus estrofas, reivindicaba una prospección filosófica incondicional del mundo, a la vez que una persecución a la huidiza verdad de los arcanos ontológicos del ser en una España precoz, multirrenal y algo procaz, que puso a Madrid como incesante centro de creatividad y candente hervidero de la original nueva cultura juvenil del “y yo caí…”, donde tantos en verdad cayeron. Y nosotros aquí y ahora, cautivos de los dogmas totalitarios del siglo XXI, nunca viviremos otra explosión de libertad como aquella.
Pero una tórrida noche de agosto de 2012 todas las secuencias habían llegado a su conclusión. Para Bernardo Bonezzi el telón no podía esperar y finalizaba la actuación, solo, en su casa de Madrid. El artista y la prodigiosa caja de música rota que llegó a ser se expresaron con el mayor y más fatal acto de libertad.
Groenlandia, mientras tanto, seguirá siendo para nosotros esa búsqueda incesante, imposible y eterna ya sea en los bosques de Perú, el Tíbet, Japón, la isla de Pascua, las selvas de Borneo, en los cráteres de Marte o en los anillos de Saturno…
BOLA EXTRA