Aquel último viernes de octubre era por fin un día feliz para Eugenio.
Tras cinco años de pelea contra una legislación y cultura basada en el “hermana, yo si te creo”; tras más de veinte acusaciones falsas de su exmujer; tras haber sido condenado por un juez Pilatos; tras mil artimañas para apartarlo de su hija; tras todo eso había por fin conseguido la custodia en exclusiva de Olivia.
Pero Olivia, de seis años de edad, fue asesinada por su madre, la acusadora impenitente, esa misma noche.
Algo así como “si no es para mí, no será para nadie” advirtió por whatsapp la fulana asesina, cuando tuvo noticia de la decisión judicial.
A continuación, la alimaña ejecutó a su hija con una dosis química letal.
Tras este asesinato, como tras casi todo vil filicidio materno –tantas veces silenciados- está de fondo el dogma maniqueo “hombre malo - mujer buena” operando un insoportable clima tóxico en las relaciones familiares, amistosas o de pareja, impulsado por las leyes persecutorias hacia el varón y exculpatorias de la fémina.
Leyes que son la ruptura y negación del derecho a la presunción de inocencia de aquella parte, pero sin embargo la consideración de veracidad universal para la otra.
Una aberración jurídica en la que se puede rastrear la conversión del estado de derecho democrático en institución represiva y totalitaria, porque discrimina apriorísticamente al hombre, presuntamente culpable, por su condición mental, natural o biológica.
Usted como yo somos o seremos Eugenio y Olivia cualquier día, sometidos a caprichosa interpretación de una mirada o un desaire. Y cualquier mujer o cualquier niña –tal es el caso-, puede ser víctima activa o pasiva del odio feminista que impregna la política y la legislación androfóbica por la cual, cualquier varón está condenado de antemano basado en el derecho prioritario de la mujer a la posesión incondicional de los hijos, al tiempo que dictar sentencia de muerte física o civil contra el padre e hijos inocentes, por venganza y resentimiento, o aún peor, por una simple cuestión arbitraria de hedonismo irresponsable.
Se trata de un apartheit que rompe el principio de igualdad en función del sexo de las partes en un conflicto en lo relativo a la conducta sexual, parental o de pareja.
Pero como suele suceder en cualquier deriva totalitaria, la presión se ensancha y contamina los ámbitos doméstico, educativo, lingüístico, del arte o el consumo, donde cualquier imagen o actitud masculina, ya sea vital o simbólica, viene entendida e interpretada como misoginia heteropatriarcal y delito de odio o violencia machista.
Tanto es así que cuesta no tomar en serio el termino satírico “feminazismo”, como concepto real y categoría política, dentro de un corpus doctrinal totalitario que se ha inoculado a las democracias a través de la instrumentalización de la mujer y el feminismo fanático.
Un feminismo inhumano en alianza liberticida con el socialismo, que encubre y adopta las viejas fórmulas de exterminio físico e intelectual, que se concretaron en el nazismo y el comunismo criminal del pasado siglo, de los cuales la falsa socialdemocracia del siglo XXI es ahora profeta y delfín.
Toda norma que emana de ese feminismo totalitario es, cuando menos, discriminación de lesa humanidad porque, criminalizando una parte, mutila toda condición humana.
Mutilación que, oficial y extraoficialmente, se verifica en la cultura de la cancelación contra el hombre de raza caucásica, heterosexual, culturalmente occidental y civilizatoriamente cristiano, quedando exentas otras razas, civilidades y, sobre todo, aquellos hombres cuya condición o preferencia sea la homosexualidad, la transexualidad, o que políticamente milite en la llamada “nueva masculinidad”; pero también, ni que decir tiene, para aquellos varones pertenecientes a la élite o aparatos de izquierda, cuyas conductas libertinas, licenciosas y violentas hacia menores o cualquier otra condición y género humano se ocultan bajo un exclusivo manto de impunidad.
Lo cierto es que esta semana el estado de derecho en España se ha cobrado mortalmente una víctima colateral de seis años.
Y lo que fatalmente mejor puede decirse es que al menos esa niña tuvo la suerte -aunque desgraciada- de vivirlos en medio de un conflicto conyugal.
Pues el mismo espíritu de ley que virtual y vicariamente la ha asesinado, niega a otros el gozar de la vida siquiera un instante fuera del útero que los engendró.
Descansen todos en la paz del camposanto, o del cofre cenicero, o de la igualadora masa del compostaje que fermenta en ecológicos vertederos de residuos orgánicos; allá donde están indiferenciados por la ley los restos humanos de nasciturus junto a las bestias y vegetales.