© Fernando Garrido, 18, VIII, 2022
Hoy, al revés que el poeta, he de recitar: ¡Qué solos nos quedamos los vivos!, qué solos cuando de entre nosotros se va otro de los mejores.
Fallecía ayer Francisco Román, el profesor, el alumno, el amigo, el conversador, el escuchador, el analista; todos en él, con él, y hoy sin él.
Sus buenos amigos apreciaban, entre otras, su sonrisa burlona frente los presuntuosos y mediocres, ante la miseria moral y carencia de razón ética personal. Apreciaban también su actitud bondad y comprensión hacia las miserias humanas; su capacidad de tomar distancia con templanza, sin prejuicios, para reflexionar acerca de las cosas, su clarividencia, enciclopedismo, fiabilidad y sus doctos consejos; y cómo no, su recto compromiso político en estos tiempos de dogmatismos totalitarios.
Personalmente coincidí con él en esa brega; ambos con idéntica suerte: el desprecio e indiferencia de tantos necios encumbrados, que hacen de la política su confortable cuarto de estar, no siendo nada.
En fin… Sabíamos que Román estaba chungo hace meses: pruebas, diagnósticos, quimio y, a lo último, hospitalización. Yo, como de costumbre, le enviaba al wathsap puntualmente cualquier cosa que publicaba y pudiera ser de su interés; lo mismo que él me hacía llegar, antes de su enfermedad, sus prolijas, ilustradas e interesantes lecciones semanales en Radio Evolución, donde colaboraba.
Fue ayer mismo, al mediodía, que le enviaba a Paco una imagen capturada un par de horas antes. La foto de un árbol del paseo del Espolón de Burgos que yo había descrito con hipérboles en un artículo reciente. Un árbol que ayer de mañana había sido talado.
Mientras presenciaba el vegetal hecho luctuoso, levantaba acta gráfica para actualizar aquellos renglones y enviarlo a los amigos que seguro habrían leído aquel artículo.
El comentario, que acompañaba a la instantánea junto al fragmento de referencia*, decía: “Ya no está [el árbol]. Se secó del susto. Esta mañana lo cortaron.”
Ha querido el fatal destino que la guadaña segara a Paco la vida al tiempo que cortaban ese noble leño del Espolón.
Para mí, allí, en ese lugar vacío de la fértil rivera del Arlanzón, quedará anclada para siempre en mi memoria la impronta de un buen hombre: don Francisco Román Martín.
* "Sorprende otro bronce de una joven que se asoma a la rivera del Arlanzón que, con ímpetu suicida de “balconing”, parece querer saltar al río. Resulta curioso que el vetusto árbol que está a su lado se abalanza imitándola con tanta simpatía, ahínco y rebeldía, que pone en ridículo a las leyes de Newton", (https://www.elcastellano.es/pasarela-espolon).