© Fernando Garrido, 1, I, 2023
La corbata le pendía del bolsillo de la americana como una culebra descolgándose de una cornisa. Los zapatos, con restos secos de bebida, habían perdido el brillo con que habían salido de su caja horas antes de llegar a la fría madrugada.
La niebla de enero envolvía a los jóvenes que iban saliendo de la fiesta de Noche Vieja.
Él, con esfuerzo para mantener el equilibrio, caminaba hacía la churrería donde imaginaba que ella lo esperaba. Dobló la calle siguiendo el rastro del olor a aceite, café y chocolate caliente.
Había muchedumbre, la mayoría achispada, que entraban, salían o esperaban a la puerta del local de donde escapaba al exterior un sutil vaho anhídrido.
El jolgorio continuaba allí, dentro y fuera, como imposible prolongación de la noche. Matasuegras afónicos, carcajadas desarboladas y voces destempladas emergían de rostros pálidos con expresión boba, desencajados tras horas de juerga, a los que el luminoso amanecer les iba dando bofetadas de realidad. Todos tenían mucha hambre en estómagos maltratados por las copas.
Con la mano aún helada, busco en el pantalón alguna moneda para pagar la leche hirviendo y tres porras que le acababa de servir una joven camarera, cuyo rostro le turbó como si fuese una aparición mariana.
-Te llamas Sofía, ¿verdad?
-Sí, claro, por qué me lo preguntas ¿Estás tonto? Eso debe de ser, vaya pedo llevas. A qué vienes ahora aquí ¿a llorarla? Pues ahí está, en el lavabo, desde hace media hora… tiene echado el cerrojo y a todo el personal haciendo cola en el otro servicio, anda que…
-Bien, ahora voy, cuando acabe de tomar esto ¿Qué se debe?
-Se debe de ser un caballero y cumplir la palabra dada. A lo demás invito yo …
-Vale, vale, sin prisas, préstame ese bolígrafo, enseguida te lo devuelvo.
Él extrajo del dispensador una servilleta de papel en la que escribió no más de una línea mientras engullía automáticamente los tres cohombros mojados en leche caliente.
Soltó el bolígrafo sobre la mesa. Plegó la servilleta. Se dirigió al fondo derecha donde estaba el lavabo de señoras. Hizo una reverencia frente a la puerta y dio tres suaves golpes de nudillos. Dejo caer la servilleta al suelo y con un toque de puntera la empujó hacia el interior.
-Léelo, ahí lo tienes. Vete a tomar por culo ¡Año nuevo, vida nueva!…
Ella le escucho sentada en el retrete con un severo cocolón, la nariz empolvada y el alma llena de pena. No le hizo falta leer la servilleta, porque lo escrito era idéntico a lo que había escuchado ahora y mil veces.
Desde la distancia de la barra, Sofía, bandeja en mano, esbozó una sonrisa inversa cuando lo vio marchar a él, despidiéndose, con la mirada perdida entre brumas de enero.