CRÓNICA DISPAR CON MALAPATA
CRÓNICA DISPAR CON MALAPATA
© Fernando Garrido, 11, IX, 2022
He recibido perplejo una noticia dispar, insólita como ninguna, aparecida en prensa esta semana. El asunto se centra en la pierna huérfana de un pobre hombre de la comarca vasca del Bidasoa al que al parecer se la cortaron hace unos meses, resultando que el miembro inerte permanece a estas horas aún ingresado en la clínica donde fue practicada la amputación.
Para chasco, ahora las autoridades andan buscando al desdichado expropietario, mediante publicación en el Boletín Oficial de Vascongadas, a fin de advertirle que le será impuesta una sanción por haber dejado abandonada la ajamonada longaniza de su propiedad, en el hospital. Vaya descuido.
Puestos a disparatar, ¿no hubiera sido más cívico y natural, en estos tiempos de carestía, que hubiese pedido amablemente a la enfermera poner las sobras del evento en un táper o una maleta del chino más próximo, para llevárselas a casa, aunque fuese a la paticoja?
No sé, cosas veredes… como esos abnegados paisanos que van por las calles de España embolsando cacas de perro.
Pero no, no se trata de plastificar naturalezas muertas; ni en táper, ni bolsa, ni hostias, Pachi…, porque aparte de darle noticia al infelice de la multa de quinientos euros a la que opta por abandono pernil, deberá afrontar otro sablazo: la obligación de que la afiambrada pata separada de su cuerpo, sea retirada, a expensa suya, por una funeraria para pegarla fuego (incineración, dicho finamente); lo cual supone un coste adicional para el pobre desmembrado, de aproximadamente unos mil quinientos euros que, sumados a la mala pata perdida, prótesis, silla de ruedas, bastones y demás paliativos, resultará un castigo cruel y desproporcionado.
No me lo puedo creer. Sobre todo, por lo que me pueda tocar.
Aterrorizado, me corre un sudor frio (como el que preconizaba el pregonero BLÑS para el sobrio FEIJOY), porque ayer mismo tiraba a la basura de orgánicos un muslo de pollo que hacía dos semanas tenía en la nevera, ya de color “podemos” y bastante amojamado.
Pero no sólo eso, aún peor: me ha venido con estupor a la memoria la pierna de cabrito que me despaché el otro finde en una afamada fonda de una barroca localidad castellana cerca de Burgos; pierna cuya osamenta deficientemente roída, aún humeante y con alguna que otra hebra carnosa, me fue retirada de la mesa por el camarero para ponerla tal cual –supongo- en el cubo de basura.
¡Pecado! ¡canibalismo, gula…! Y a más, probablemente ambos –camarero y un servidor- cometimos varios delitos contra la salud pública y el bienestar del cuerpo et anima animal, con agravante de omisión de socorro y ocultación de pruebas.
Esto que puede parecer broma, según están las cosas, llegará a no tardar: la obligación de un veterinario, un enterrador profesional y un párroco de guardia adscritos a cada restaurante-asador.
Todo es posible.
Será quizás a través de una ley evacuada después de un acalorado debate en que se aducirán razones muy de peso como crear empleos y nuevas oportunidades, resiliencia y competividad para las renovables orgánicas, el progreso y modernización socio-colectivista, la inclusividad multicultural y religiosa para minorías en comunión con el alimento sostenible y la igualdad animal… quién sabe…
Servido todo este vodevil, no he podido evitar imaginarme una escena al estilo de nuestro mejor cine cómico de los 70´s, o el gore más actual de Alex de la Iglesia: un coche fúnebre de Finisterreak con toda su elegante y luctuosa gravedad, a la puerta del hospital esperando la entrega solemne de la difunta pierna envuelta en un sudario de papel de aluminio, y embalada en un ataúd miniatura con la ikurriña, para proceder con todo boato al traslado de la huesuda necrosidad, previamente congelada -siempre según prescripción administrativa- para hornear en el tanatorio, cuya fumata gris, al cabo, saldrá por un potosí caído del cielo al empresario pirómano.
Aunque el sector -no topado- del sepelio organizado también está sufriendo los rigores inflacionistas, porque encender la lumbre -en virtud de la excepción ibérico-gasística- les sale hoy más caro que los fuegos de artificio en las fiestas patronales de un pueblo levantino.
En fin, no puedo menos que solidarizarme con el afectado bidasoano y, si de consuelo le sirviese, puedo ofrecerle una pierna ortopédica que compré hace muchos años a un chamarilero del Rastro madrileño. Un capricho, insólito, salido de un piso desmantelado en el Paseo del Prado, que según el trapichero me dijo e insistió, había pertenecido a Juan Vázquez de Mella y Fanjul (1861-1928) que presumiblemente no tuvo problema para deshacerse de la exenta pieza necrosada que le fuera amputada en 1925, y a quien el fanático rojerío porcelánico, atrincherado en el ayuntamiento de Madrid, despojó póstumamente (¿por franquista pre-republicano?) de la plaza que en la Capital llevaba su nombre, para entregárselo, eso sí, a un palomo cojo (entiéndase la metáfora con cariño) y difunto concejal del PSOE, que tan ansioso decía él recibir -y quizás mataron- los “orgasmos democráticos” que te atizaba su jefe ZP.