© Fernando Garrido, 11, IX, 2022
Debo confesar que siempre experimenté una fascinación –irracional- por los “Sex Pistols”, banda rock británica que irrumpió a mediados de los 70´s, trayendo el escandalo e inaugurando el movimiento punk en un mundo que se perfilaba ya bajo el signo de la posmodernidad.
“God Save The Queen”, su primer tema conocido, descarado y subversivo, fue el himno fundacional de aquella nueva filosofía pop urbana que eclosionó al mismo ritmo trepidante que las guitarras y voces destempladas de los Pistols.
El fulgurante éxito que alcanzaron se debió en gran medida al inédito ataque al sistema, disparando a quema rock contra a la reina de Inglaterra, identificada como símbolo caduco de todo aquello que abocaba a la juventud a no ser dueña de un futuro propio, según rezaba el fatal “No Future”, lema imprescindible del movimiento punk.
Aquello no duro mucho y apenas comenzada aquella “revolución”, las paredes londinenses se llenaban de sucios rótulos de “Punk is Dead” que los propios pintarajeaban, deprimidos quizás por la muerte de Sid, bajista, cantante y animal, sucedida en Nueva York, un dos de febrero de 1979, tras una turbulenta marcha del grupo y un autodestructivo periodo en solitario.
Mientras, el madrileño Ramoncín, falso punk, especulativo oportunista del fried chicken kingdom, cantaba en 1981 que “el último punk se suicidaba en Putney Bridge”. Nadie le hizo demasiado caso salvo algunos jipis de barrio reciclados en la canción protesta, el rock sinfónico o del duro, de camino hacia el heavy metal.
La herética letra y música de “God Save The Queen” y el grito de “Anarchy in the U.K.”, ejecutado por unos pringaos que no sabían siquiera tocar situados al límite de la libertad de expresión, no sólo significó una profanación en todos los órdenes de los principios tradicionales del Reino Unido sino de los valores occidentales establecidos en torno al ideal europeo universal.
Precisamente en eso consistía la atracción irresistible que ejercieron sobre la legión de teenagers rebeldes punkarras que en aquel momento fuimos, que descubríamos a una Isabel II, de la que poco sabíamos, que se nos presentaba como un trasto viejo y anacrónico a batir, porque simbolizaba al mundo autoritario y atelarañado de nuestros padres.
Isabel II, sin embargo, ha sobrevivido ampliamente al punk, muchos de cuyos más furibundos y destacados representantes –drogas mediante- no alcanzaron ni siquiera a cumplir los veinte años.
En España, en aquel lustro (1975-80) estábamos a vueltas de manera singular entre el “régimen” y, la democracia traída de la mano por una monarquía recién restaurada. Pero el punk había surgido con fuerza precisamente Gran Bretaña, un país demócrata consolidado ¿Qué diablos estaba pasando? nos preguntábamos algunos: o sea que lo que viene ya no sirve… ¿no hay futuro allí?
He ahí la cuestión sobre la que –supongo- reflexionaban en Madrid los de “La Liviandad del Imperdible”, bípeda asociación contracultural formada por Fernando Márquez “el Zurdo” y Olvido Gara “Alaska”, con quienes al poco se juntaron otros cuantos dando lugar a la primera banda –anfibológicamente hablando- punk en España: “Kaka de Luxe”.
A partir de ellos y su “público tan tonto” surgiría la prodigiosa explosión de creatividad autóctona: La Movida que, vehiculada inicialmente desde el punk, acertó a expresar los anhelos de libertad de la juventud española a partir de la experiencia estética musical, literaria, gráfica y demás ámbitos artísticos.
Hoy, precisamente de aquellos movimientos queda un modelo estético (clásico) que, vigente desde entonces, es reproducido sin caducidad en campos dispares como el de la moda tribal urbana y en las colecciones de grandes firmas. Esta traducción estética fue la singular aportación trascendental de aquel movimiento finisecular.
Por qué traigo todo esto.
Pues porque la figura de Isabel II está ligada al punk en la medida que, a través de una oposición dialéctica, puede explicarse la solidez de una institución necesaria frente a la contingencia de los movimientos de distinto cariz que vienen o han venido a embelesar con soflamas más o menos demagógicas al personal.
Me sirvo del punk, porque me resulta muy interesante y divertido en su carácter extremamente disparatado, transgresor, efímero y anárquico, para contraponer con el espíritu moderno ilustrado presente –hasta ahora- en la genética mental constituyente del europeo –por extensión, el occidental- donde existen determinados mecanismos interiorizados en el individuo para la supervivencia como sociedad frente a las propuestas rupturistas que al final quedaban –adviértase el pretérito- sublimadas en la experiencia estética. Desde Roma se supo integrar lo disonante asimilándolo, a través de la filosofía, en el arte.
Eso es lo que señalaron a dúo, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, ciertamente contrariados por ello, en el ataque a la modernidad –alambicado- que lanzan en su “Dialéctica de la Ilustración”, donde curiosamente se hacen eco de algunos postulados que más tarde venderán los Pistols en la cinta-celuloide “The Great Rock 'n' Roll Swindle” (la gran estafa del rocanrol). Theodor y Max dicen:
“la escucha gratuitamente y a cada sonido de la sinfonía va unido, por así decirlo, el sublime reclamo publicitario de que la sinfonía no sea interrumpida por los anuncios publicitarios: «este concierto se ofrece a Vds. como un servicio público». La estafa se cumple indirectamente a través de la ganancia de todos los productores unidos de coches y jabón que financian las estaciones de radio y, naturalmente, a través del crecimiento de los negocios de la industria eléctrica como productora de los aparatos…”
“El encadenado [fan] asiste a un concierto, escuchando inmóvil como los futuros oyentes, y su grito apasionado por la liberación se pierde ya como aplauso”
Por explicarlo rápidamente, vienen a descubrir que lo que sucede en un acto púbico-espectáculo, allí se queda, como placida experiencia con el recuerdo de la ovación y la entrega transitoria como participes de una liberación que no tiene mayores consecuencias en el plano político, que no conduce a una ruptura practica en la vida real. Esto ha venido siendo así al menos hasta el advenimiento de las corrientes apocalípticas que ahora nos orientan, donde la “ciencia” es ahora rocanrol racional.
La institución monárquica en Europa es o ha sido la reproducción en forma dinástica de aquello que no cambia, que nos conecta con la historia, organizados en sistemas republicanos de distinto matiz. En esto creo que se puede, sin problemas, estar de acuerdo y felicitarse de ello al menos en la parte que a España toca.
Lo que me parece un exceso injustificado, tras el óbito de su británica majestad, es la oleada de adhesiones y elogios a la monarquía inglesa, tradicional y secularmente enemiga de España. Creo que si hay un nacionalismo español -el único sustancialmente legítimo- debería estar ahí, frente a una izquierda mezquina hoy isabelina, mañana golpista, anarquista o republicana.
En lugar de tanto plañido, sentido o protocolario, por la muerte de Isabel II deberíamos ser punks aprovechando el momento y reivindicar de una vez sin complejos la devolución del territorio colonial de Gibraltar, última querella que nos enfrenta a la corona inglesa y donde la legalidad internacional nos ampara. Seamos como ese comunicador, patriota argentino, Santiago Cúneo, que ha despertado en muchos el espíritu punk de los Pistols: never mind the bollocks, here´s Cúneo.
No llores por mí, España, hacedlo por vos.