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KÉTCHUP DE NOCHE BUENA

F. Garrido • 26 de diciembre de 2023

KÉTCHUP DE NOCHE BUENA

Relato apócrifo con toda apocrifidad


© Fernando Garrido, 2023


No quiero abusar de su buena predisposición, amigo. Podría decir que esto que voy a contar le ha sucedido a otro…

Pero no, no voy a traicionar a mi primera, ni a su segunda, ni terceras personas del singular.

Y antes de nada, un consejo.

Recuérdelo, nunca se meta una bolsita de kétchup en el bolsillo. Yo cometí ese error. Un acto estúpido en un instante aciago. Fue un impulso gratuito y una catastrófica banalidad.

Había llegado a la Capital dos días antes, huyendo de un confinamiento selectivo en mi ciudad de residencia. Sin tiempo para llevarme siquiera una maleta, había viajado en autobús porque la semana anterior el gobierno me había expropiado el coche.

Mi turismo fue sometido a un proceso sumarísimo en un tribunal verde tecnocrático llamado ITV. Esa especie de checa científico revolucionaria donde la fiscalía mecánica lo acusó de viejo y contaminante, cobrándome cien pavos para notificarme la condena inapelable al desguace.

También hacía semanas que me despedí de la fundación en la que cada día fabricaba pajaritas de papel y en los ratos libres  redactaba algún informe. Pero allí últimamente no interesaba el pensamiento crítico ni analítico. La verdad estaba ya proscrita de facto y el escepticismo condenado por el dogma. Así que mis jefes me señalaron sutilmente la puerta y salí abandonando el ejercicio de la papiroflexia, no sé si por coherencia o aburrimiento.


Era 24 de diciembre, fun, fun, fun.

Paseaba por el centro. Hacia frio y pasé a subir de temperatura en unos grandes almacenes, hoy en decadencia por el hostil imperialismo Amazon y Alibaba. Curioso, cuando menos, este último nombre.

Compré un libro que seguramente no leeré jamás. Pero birlé un cinturón al que habían olvidado poner cepo de protección.

No había practicado el hurto deportivo hasta que empecé a sentirme indefenso ante quienes impunemente, durante años, nos habían robado tantísimas cosas.

Moralmente era un acto de compensación por todo aquello, aunque se tratase de una insignificante e infinitesimal magnitud comparado con todo lo que nos han arrebatado.

Dirán que ese establecimiento no tiene culpa.

No lo sé. Las élites patronales o empresariales y empleados forman parte necesaria, por acción u omisión, de un inmenso funcionariado al servicio de un Estado Minotauro devorador y mafioso.

Por eso, del mismo modo, yo estratégicamente elijo una víctima sobre la que tengo una cierta capacidad para efectuar mi pequeña venganza.

Eso es todo y no es en absoluto una auto exculpación, es en cualquier caso un firme convencimiento.


Salí de aquel lugar. Era primerísima hora de la tarde: las tres o así. Tenía algo de hambre y entré en un burger que estaba frente a ese gran almacén.

Me embaulé uno de sus menús alto en proteínas de vacuno, acompañado con tiras de aglomerado de féculas fritas, incomestibles si no son pringoteadas en esa salsa de tomate agridulce con que tan racanamente te "obsequian" de acompañamiento a la pitanza norteamericana.


Habían transcurrido sólo dos horas desde que hube entrado en el Mac Donalds. Ahora estaba montado en un taxi a consecuencia, precisamente, de esa salsa sucedánea del tomate.

Me había sobrado una de aquellas dosis embolsadas de rojo, pastoso y sin embargo líquido elemento, que guardé en el bolsillo derecho de mi pantalón. Craso error.

El caso es que a partir de aquel miserable sobrecito de Ketchup experimentaba un recóndito y oscuro placer dactilar oculto en el bolsillo.

Un sobrecito de Ketchup con el que mis dedos se entrenaban presionándolo mientras notaba cómo la viscosidad se desplazaba en el interior sin poder liberarse de los límites impuestos por el cruel fabricante de sobrecitos estériles.

Pero como todo puede y suele fallar, lo apreté y estrangulé tanto que me reventó en mano y bolsillo. Me pringué hasta el propio alma.


Por qué lo hice, no me lo pregunte nadie, que no lo sé.

Quién puede contestar a eso con más sinceridad.

Es imposible encontrar un argumento para disimular aquella caprichosa tontería. Sucedió y ya está.

La salsa roja salió de su capsula-prisión y puso mi pantalón perdido. Y allí estaba la pegajosa crema de tomate despachurrada, rezumando por todo el bolsillo, extendiéndose hacia la entrepierna. Así las cosas, iba por la calle exhibiendo un lamparón oscuro junto a mis partes, que me chorreba pierna abajo y apestaba a tomatina edulcolorada.

Para escapar de la embarazosa situación, tomé un taxi.

Aturdido, no supe qué responder cuando el conductor, con acento del este, preguntó ¿dónde lo llevo?.

Uf, no tenía ni repajolera idea de a dónde quería ir. El plan era que no lo había.

Tardé en reaccionar lo que debió de ser una eternidad. El taxista paró el motor, aunque el contador ya estaba en marcha.

Finalmente me arranqué delegando en él la decisión.

-Lléveme a cualquier lugar donde pueda quitarme la ropa y que alguien me limpie una macha que llevo en el pantalón.

–Ah, sí, ya lo vi a usted con eso, ahí mismísimo, je, je. Okey, vamos… ya sé donde…

Creo que el taxista estuvo haciendo kilómetros sin ton ni son para completar una buena carrera conmigo. Habíamos salido prácticamente de la ciudad. No me importaba, en realidad tenía pereza de que el viaje concluyera y apearme. Pero al final llegamos a un amplio aparcamiento exterior en el área de servicios de la autovía. De fondo, el típico paisaje de naves con grandes rótulos anunciando talleres, restaurantes, gasolinas, muebles y todas esas cosas.

Al parecer acababan de abrir las puertas del establecimiento donde se paró el taxi.

Serían pasadas la cinco y había algunos coches estacionados delante. Mientras pagaba al conductor dudaba si subirme de nuevo para que me transportara a otro lugar.

Evidentemente el taxista aprovechateguí me había entendido mal… Pero pensé, qué diablos, sea lo que Dios quiera. Allá que te voy con mi mancha.

Lo estúpido, casual y prosaico del asunto era que un reventón de ketchup me había conducido a uno de esos lugares que tantas veces había visto en carretera y que ciertamente alguna vez fantaseé con la posibilidad de hacer una parada, diciéndome cínicamente que lo haría sólo por curiosear. Bien, pues está era la ocasión siempre aplazada.


El local tenía en la fachada un gran rotulo de neón, que a la luz de la tarde aún no se mostraba con todo su atractivo ni resplandor.

En él se leía a destellos intermitentes:


“CLUB ROSITA, GÜISQUERÍA”

En la puerta estaba pegado, con film adhesivo, un folio A-4 donde ponía en caracteres Times New Roman:

Devido a las restrisciones impuestas,


hoy dia 24 de diciembre


el personal solo les atendera asta las 20:30 horas. 


Disculpen molestias.


FELIZ SOLSTICIO DEL AMOR


Nunca hubiera imaginado encontrar también aquí esas extravagantes consignas escritas en estilo de libre expresión.

¿Estoy asistiendo a la caída y desintegración de nuestra civilización?

Pero ¿no son aquellos que lanzan esas chorradas quienes quieren cerrar este tipo de locales y mandar a sus trabajadoras al paro o fregar escaleras?

No recuerdo bien quién fue ese pensador español que dijo algo así como que el Romano es el único imperio en que la Historia ha asistido a su completo ciclo vital, desde su nacimiento a su muerte. Creo que habría que añadir a eso, estos coletazos de sus póstumos herederos.

Ayer escuchaba en la radio que la mierda esa, el tapa-hocicos que llaman mascarilla, volverá a ser obligatoria por enésima vez, ya perdí la cuenta. Para qué. El hecho es que por las calles ya te encuentras cada día a cientos de congéneres voluntariamente amordazados, pero ahora, los que no, volveremos a ser condenados a la falta de oxígeno y respirar continuamente vahos anhídridos, sudoraciones cutáneas y demás porquerías.

Yo aún conservo en la chaqueta la primera y única mordaza quirúrgica que desde hace años he tenido.

A pesar de que la he usado muy poco, tiene algo de roña, bolitas de pelusa y su olor es indescriptible. Pero me da igual, es una forma de expresar mi disidencia. Es decir, lo que en los medios identifican como un fascista, negacionista, un energúmeno o un peligro para la sociedad. Que les den…

Y ahora por una libre interpretación del taxista, me disponía a entrar en el Club Rosita.

En el zaguán de entrada, un tipo "armario" rumano me daba la bienvenida tras un mostrador.

Inmediatamente preguntó por mi pasaporte sanitario.

–No tengo, le dije, a lo que el puerta respondió –no se preocupe, amigo.

Sacó de un cajón unas hojas con códigos impresos; eligió uno y lo leyó con su teléfono. 

-Ya está amigo, son cinco euros; puede pasar, pero en caso de inspección, yo lavo manos, no sé nada, tú engañaste a mí con la tarjeta ¿Ok?

-Sí, sí, claro; pero dime una cosa, ¿tenéis una lavadora-secadora en este tugurio?

-Amigo no te pases pelo conmigo, entra no pierdas tiempo, las chicas acaban hoy temprano. Es Nochebuena. Ah, tengo decirte, hoy no hay hora feliz de cinco a siete, cada copa, todo el tiempo, a 20 euros.


Una vez dentro tardé algunos instantes en adecuar mi vista a la psicodélica iluminación ambiental. Me recordaba a aquellas boîtes de finales de los años setenta, donde los quinceañeros, como ahora con esos pasaportes, teníamos que acreditar o falsear la mayoría de edad para que se nos permitiera la entrada.

La sala tenía una barra forma de "U", todo era amplio, amplísimo, tanto que uno podía hacerse dueño del espacio que le apeteciese.

Algunos clientes, chicas y gogós se dispersaban discretamente por el salón, la barra y una zona más reservada tras cortinas y mesitas con sillones de terciopelo.

Me apoye en la barra y desde la esquina un trío de chicas me observaban mientras cuchicheaban entre sí.

Finalmente, una de ellas vino a mi encuentro.


–Hola soy Rosita, quieres que te acompañe un rato, guapetón.

–Ah, no me digas, entonces tu eres Rosita, tu nombre está escrito en la puerta, qué honor.

–Sí, soy Rosita y esa también, y aquella y la otra, todas aquí nos llamamos rosita, es costumbre de la casa…, y tú, cómo te llamas.

 –Me llamo Nadie, ja, ja, todos los supervivientes nos llamamos así para no ser devorados por las bestias. Creo que algo parecido os sucede a las rositas en este negocio ¿no?

–No, no sé de qué me hablas, pero deja que lo piense y mientras tanto… ¿Me invitas a una copa señor… don Nadie?

–Bien Rosita. Me gusta eso de don Nadie ¿Quieres una copa? Sí. Adelante.

–Tú qué tomas ¿Te lo preparo yo?

–De acuerdo, pero dime una cosa, ¿podrías lavar estos pantalones míos? … Una bolsita de kétchup me reventó en el bolsillo y figúrate…

Ella me miró la entrepierna y se echó a reír. Los pliegues de su sonrisa delataban que Rosita tendría unos 30 años o quizás alguno más. Por su acento parecía ser española del Sur, o tal vez de la Extremadura profunda.

Pasó al interior de la barra y me preparó un cuba libre bastante cargado, según la indiqué. Ella se puso algo parecido un vermut; creo que sin alcohol. Parecía un bíter.

Rosita no era desde luego una muñequita de salón de té, pero tenía más distinción en sus formas que alguna de esas damas feministas onerosamente politizadas que van por ahí dando lecciones con toda su basura ideológica, para arrebatarle al varón sus atributos masculinos y a la mujer su sustancial feminidad.

Rosita no era de una belleza singular, pero sí tremendamente femenina. Toda ella voluptuosamente contenida en un frasco carnal a punto de desvanecerse o eclosionar, según se agite el interior.

Me tomé el ron disuelto en coca cola en un santiamén y pedí una segunda copa para animarme más en medio del festivo e insólito momento.

Charlábamos de banalidades haciendo alguna aproximación mental hacia otras cuestiones. En un momento dado, Rosita, con cierta rudeza, o así me lo pareció, me explico cuál era su tarifa.

Yo la conteste que sí, que estaba bien, pero necesitaba que limpiase mi pantalón.

Pagué la nota de las consumiciones y subimos en ascensor a su cuarto.


Me hizo descalzar y me quitó los pantalones. después ella apareció con un aerosol quitamanchas en que figuraba una simpática cebra.

Roció con cuidado el lamparón y dijo que había que esperar al menos un cuarto de hora y luego cepillar.

Imaginaba que sería más complicado. No obstante, comentó que quizás la mancha no desapareciera del todo. Los colorantes alimentarios son jodidamente persistentes.

La ofrecí un cigarrillo. Lo cogió. Me reiteró que ella cobraba por fracciones exactas de treinta minutos y me preguntó si estaba seguro de no querer alguna otra cosa. Me quedé pensativo  y solté un “quizás”.

-Pero dime Rosita, estás aquí solo por trabajo o..., entiéndeme, quiero decir que si esta profesión te gusta, o algo o alguien te obliga. Se oyen tantas cosas… No sé, me temo que nadie presta atención a lo que sois u opináis. De hecho, dicen que estáis sometidas a mafias de proxenetas o narcotraficantes ¿Es cierto?

Me miro inquisitiva como si fuese un hereje o un marciano. Pero al fin me contestó.

-Bueno, qué te has creído tú, ¿no podría yo trabajar en cualquier otro lugar si quisiese? Un supermercado, en una fábrica o de camarera. Pero esto está mucho mejor, se gana más, se viste mejor y conoces e íntimas con gente más o menos interesante… Créeme, es así, no tengas pudor, pídeme cualquier cosa, seguro me sentiré más cómoda que quitando  manchas.

Aprovéchate de mí, o eres uno de esos que necesitan salir con una chica conocida para meterla mano. Casi me ofende ¿Es que no te gusto?

-Oh sí, creo que estás bien, eres mona. Tienes un rostro agradable y un cuerpo sinuosamente atractivo. No te ofendas si te digo que no eres mi tipo, pero tienes cierto morbo, eres sexy y me resultas interesante, seguro que tienes una clientela muy amplia y asidua ¿no? Otros estarán quizás esperando a que termines este servicio.


Hasta ese momento no estaba siendo del todo sincero con mis deseos, empleando demasiada distancia, porque desde que hubimos subido a la habitación algo me había hecho cambiar de expectativas. No dejaba de mirarla por detrás fantaseando con la posibilidad de alguna escaramuza rápida y divertida.

Me dejé llevar y desinhibido le dije:

-Va, venga… por qué no… Quítate la ropa, quiero verte mejor.

Rosita asintió y sin mediar más palabra tocó varios interruptores situados en la pared y de repente el cuarto parecía el interior de la jaima de un exótico harén.

Pulso un mando y sonó una música apropiada al ambiente que acababa de crearse.

Quedé realmente sorprendido. Nos encontrábamos como en un  cuento erótico oriental.

El humo de nuestros cigarrillos hacía aún más sedoso todo cuanto nos rodeaba. El despliegue dramático festivo justifica ya más que de sobra la tarifa, pensé. Pero lo mejor, casi seguro, estaba aún por llegar.

Rosita llevaba un vestido ligerísimo y profesional, de lycra color perla, muy ajustado, con los hombros y espaldas libres, tan corto que a la mínima flexión quedaban al descubierto las carrilladas de la nalga y en medio una tanguita que tapaba a duras penas lo demás…

Llevaba medias con liga incorporada y unos considerables tacones que estilizaban enormemente sus piernas y potenciaban la solidez de las rodillas.


El cabello castaño, abundante y levemente rizado, se presentaba cuidadosamente despeinado en un recogido sensual del que colgaban, tirabuzoneando por su cuello y rostro, algunas hebras que acompañaban con dinámico movimiento sus gestos.

De sus lóbulos auditivos, entre los cabellos, pendían unos grandes aros plateados que invitaban a asirse de ellos a dos manos, para evitar ser engullido entre los amplios labios de su boca.

Y Rosita como Vénus efímera y mortal en una alcoba de burdel, en fracciones de media hora, interpretaba rozando la perfección el papel de muñeca creada para satisfacer humanos placeres,  encandilar y dirigir el deseo del varón hacia el abandono en lo  más básico, instintivo e irracional.

La música sonaba con una melodía que recordaba a las danzas del vientre.

Rosita, siguiendo el ritmo movía el cuerpo al tiempo que se retiraba y estiraba una y otra vez la lycra del vestido para urgir la inquietud y el deseo del amante.

En ese instante el amante era yo. La calentura había subido rozando el cenit.

Rosita me tendió la mano para levantarme del sillón en que había permanecido expectante desde que me quite el pantalón. Y ya puesto en pie, se me acercó tanto que pudo escuchar la tremenda agitación de mi ritmo cardíaco y sonrió con la satisfacción de sentirse al fin vencedora.

Recorrí con las palmas de mis manos todo su cuerpo sobre el suave, pero frio tejido, y palpaba por debajo la fina calidad aterciopelada de su piel.

Impaciente, fui arrastrando el vestido hacia abajo hasta que cayó al suelo.

Se paró la música un instante y en el brevísimo silencio pude escuchar los gemidos apasionados procedentes de una habitación contigua.

La mancha de kétchup no había desaparecido por completo. Ella me dijo que con el coito de por medio quizás habíamos dejado demasiado tiempo actuar el quitamanchas, bastante más de lo que indicaba el fabricante.

Aun así, me daba por satisfecho y ya no me importaba el lamparón que, por lo demás, había quedado aceptablemente difuminado.

-Puedo darle una segunda aplicación, me dijo, total ya estamos en la segunda media hora, puedes aprovecharla como desees. -No, no Rosita, he de marchar ya mismo.

No sé por qué dije eso. Me hubiese quedado allí toda la tarde y toda la noche y aun llegando al amanecer hubiera sido poco.


Porque en realidad, no tenía nada que hacer ni dónde ir, pero sentí una gana imperiosa de salir de allí. Quería celebrar en soledad el inopinado encuentro de Nochebuena.

Pedí a Rosita que avisase a un taxi. La pagué su tarifa y me despedí sin más con un “hasta pronto, ha sido un placer”.

Rosita me dio su tarjeta y me pronosticó con calculada intención que esperaba verme pronto por allí.

- Todo es posible, concluí.

Mientras esperaba al taxi observe a otros clientes que salían, como yo, felices para enfrentarse a una festividad familiar que quizás ya había sido celebrada por todo lo alto en la intimidad de una acogedora alcoba de lupanar.


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