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LA NO PLAZA DE ZOCODOVER

Fernando Garrido • 26 de noviembre de 2021

LA NO PLAZA DE ZOCODOVER


© Fernando Garrido, 13, XI, 2021


Mi buen amigo José Luis Sánchez, hombre de orden, armas y letras, acaba de publicar un libro bajo el título “La Plaza de Zocodover”*. En él despliega una interesante síntesis divulgativa de la historia de la “excéntrica” plaza toledana.

Debo felicitar y agradecer a mi antiguo compañero su oportuno trabajo, y porque gracias a él me siento liberado de apuntar en este breve artículo referencias descriptivas e históricas, aquí y ahora superfluas por cuanto recomiendo vivamente acudir a su obra para conocer esos porqués de la plaza magna de Toledo.



Personalmente tenía pendiente desde hace tiempo el escribir de la experiencia intima en el singular foro toledano, que me es por nacimiento –o tal vez por castigo- un pedacito de mi patrimonio, aunque sólo sea por los impuestos que en la Imperial vengo tributando a la avarienta administración local. Digo yo que al menos algún mal céntimo tengo en ella invertido, a pesar de lo poco que lo luce y la mala cara con que a veces siento que me mira. Una cara de tarasca ciertamente muy desfigurada, difícilmente reconocible, vacía de la expresión y del lustre de la otrora provinciana identidad plazolera.


Siento y presiento un Zocodover donde paradójicamente moran las ausencias.


En el Zocodover de los sesenta comenzó al parecer mi conjunción histórica. Sucedió un buen día en que un joven a lo Gregory Peck, aparcó allí su Vespa cuando pasaban por la plaza un grupo de jovencitas madrileñas de excursión. Entre ellas una llamó su atención y no dudo en apostar con sus amigos que aquella chica a lo Audrey Hepburn, de belleza singular, sería su novia en tan sólo una semana. Y así fue. El apuesto chico que ganó aquella arriesgada apuesta era Fernando, mi padre y ella mi madre Maribel.

Apenas dos décadas después un servidor estaba aparcando allí otra vespa. Una PK-125 c.c. blanca que años después mi hermana Almudena pasearía por Zocodover repintada en Verde Pichicchi (pistacho), y que por cierto, aún no me ha devuelto…

Esta y otras ausencias conforman mi melancólica colección toledana zocodoverina. Un álbum de cosas y personas que ya no están.

Ya no están en Zocodover El Café Español ni El Toledo ni Telesforo ni El Suizo en su esquinita, ni el efímero Túbal ni el Mesón del Toledano ni Cuqui la de La Suiza que nos acogía maternal tantas madrugadas tras la fiesta... Tampoco están el tuerto “Colombo” vendiendo periódicos en el estribo del Español, ni el Limpia, ni la Pipera con su banasta de mimbre, ni la soldadesca de remplazo y los cadetes de uniforme bonito, ni aquellos chavales que como yo hacíamos corro mirando a las niñas de reojo, todas esas a las que amábamos siquiera entre sueños, en un tiempo que, aunque pasado, no huelga decir que ni fue cualquiera y que por supuesto sí fue mejor.

Ya no está y no se sabe de Cabezalí hablando solo, ni del calvorotas histriónico de Enrique, con sus gestos y aspavientos. Tampoco del bueno y beatifico Julito, ni del deslenguado Santi “el del bote”, ni del Eulogio “el secreta” poli toledano que se adelantó varias décadas al Torrente de S. Segura. Afortunadamente pocos se acuerdan del Piojo, el Angelón, el Mario, el Tripi, el Juanma y otros tantos camellos que pasaban sigilosos por Zocodover subidos a lomos de caballo, que tantas jóvenes vidas arruinaron en tiempos en que casi nada sabíamos de muertos.

Ya no está y no se sabe de la gitana Amparito Losada con su mano tonta, vendiendo lotería, agua de botijo o lo que fuera. Ni de aquel respetable sarasa adornado con tanta pulsera de oro, que hacía guardia nocturna en espera de turistas buscando hotel, ni de José Luis el peluquero, tímida arrogante, primer tío que se vio por Zocodover con un majestuoso abrigo de visón.

Qué fue y dónde están el matrimonio del Valle, Carmen y José con el tontillo y en plan caela, cubateando en las noches de verano en El Toledo o, allí mismo, el pintor Romero Carrión de cancaneo, rodeado de gitanitos con pantalones de campano hasta que se pegaron una hostia al amanecer.

Y qué puedo decir de mi tía Lola, barroca, noble y exuberante mujer, noctambula y glamurosa, sentada bajo la luna loba en la terraza de Telesforo antes de acudir a Shiton´s, cortejada por varones y recibida como musa del mariconeo.

Eran nuestros célebres y entrañables personajes, artistas o bufones cortesanos, divergentes, raros, extravagantes o excéntricos como la plaza misma. ¡De cuántos otros me olvido y nos olvidamos!

Como todos aquellos también se han ausentado de Zocodover los comercios de textiles, la cacharrería, la espartería, los quioscos de prensa y otros tantos establecimientos que fueron tragados, como una hamburguesa con patatas fritas por franquicias clónicas, por glotonas entidades bancarias (la Rural, el Santander, la CCM…), por los comercios de magnéticos y suvenires objetuales, por la taquilla de billetes para el falso trenecito, o las coloridas sombrillas de la orden cicerone mendicante del “Free Tour”. Todo ello producto la desidia e indolencia que, sostenida en el tiempo, ha desnaturalizado un Zocodover que hoy se ve descastado y sin un alma mater.


En fin, entre tantos noes y ninis, siempre he dicho que Zocodover es una “no plaza” por cuanto es más sencillo definirla por lo que no es, que por lo que es.

 

No es bella, ni racional, ni ordenada. No es castellana, ni mozárabe, ni judía, ni mudéjar. No es ni medieval, ni renacentista, ni plateresca, ni barroca… Aun así, sin nexo ni sexo, tenía su ángel. Lo peor es que hoy no es clara ni honesta ni quiere parecerlo y aunque no es la esposa del César, al menos debería guardar cierta compostura. En esto la fachada Este es la única que hace mérito para ser canónicamente homologada como lienzo clásico de plaza, aunque fuese en 1936 junto al Alcázar, salvajemente destruida a manos de las hordas de la elevada cultura y superioridad ética republicana. Lo peor es que en 2021 sus orgullosos herederos presiden y continúan minando la Ciudad, la Región y la Nación, y bajo las mismas siglas dictan su “memoria histórica” exculpatoria de los horribles crímenes que perpetraron y continúan en ellos.

Como el mazapán de calidad suprema la pura cepa TTV, el Toledano de Toda la Vida, fue dejando de serlo al abandonar hace décadas Zocodover como lugar de encuentro, charla o recreo.

Ya ni se recuerda el foro o ágora castizo que un día fuese donde concurría el personal luciendo palmito, paseando por la plaza, sentados en los poyos o en las Marquesinas, que así solía llamarse aquí a las terrazas de los cafés que con mobiliario ligero tanto se diferenciaba del de aluminio hoy presente, tan frio y que tantísimo ruido hace al correrse de acá para allá.

Poca predisposición hospitalaria, muchos pájaros hambrientos y suciedad, ofrecen hoy las marquesinas de los escasos cuatro o cinco establecimientos. Chiringuitos que hacen la caja mayormente con el visitante, aunque también acudan jóvenes autóctonos enganchados al Wopper o el Big Mac y algunas viudas o jubilados seducidos más que nada por el precio razonable que ofrecen los exóticos franquiciados USA que, en eso, se diferencian de las elevadas ínfulas de los establecimientos colindantes que, cual francotiradores con bala de plomo, acribillan como si de oro se tratara.

Inflación típica para el guiri que no lo volverán a ver mañana. En esto quizás Zocodover ha conservado algo de tradición; me refiero a ser referente de pícaros y rufianes como bien recordó J. L. Sánchez en la presentación de su reciente libro.

Por evitar la granujada picaresca, sin ser turista, ni chaval, ni jubilado, es precisamente en el McDonald´s donde tomo café ahora y escribo estas líneas; aunque desde luego no se encuentra aquí, ni en todo Zocodover, sosiego para la lectura profunda o la inspiración creadora que sobreviene, seductora, con la intensa observación, tal como sucede en otras plazas de España.

No noto el pulso vital antropológico del Toledo popular o el más profundo, porque late turbio y muy débil a pesar del trasiego humano que alrededor pueda existir. Porque, eso sí, uno tiene la sensación de encontrarse entre el frenético y ruidoso ajetreo de viajeros y máquinas típico de una estación.

A decir verdad, matandis mutatis, Zocodover (vocablo castellanizado del árabe sūq ad-dawābb) significa mercado de las bestias de carga, que con el correr de los siglos ha evolucionado. Pues el autobús urbano, mecánico animal de transporte humano, tiene posta, paso y parada en la plaza; bufando y ventoseando pestes de motor, que no importan a los señoritos ecologetas que nos van dando lecciones cada día. Ayer mismo escuchaba a la Bruja Piruja hablar, en hueco pijiprogre, de sostenibilidad, inclusividad… y todo eso que añaden para quedar bien y decir nada. Tampoco ella es esposa del César, aunque sí debería cesar.

Resulta insólito, asfixiante, ensordecedor y fustigante que por una plaza mayor trasieguen decenas de buses a cada segundo.

No se entiende que Zocodover sea carretera y cabecera de la Catanga, término burlesco adoptado popularmente en Toledo para referirse al transporte colectivo urbano, que en puridad significa “carruaje pequeño tirado por un caballo para transporte de personas o de carga”. Otros achacan la adopción del vocablo referido a Katanga, provincia congoleña que se declaró independiente tras un golpe de estado liderado por J. Mobutu en el año 1960, fecha en la cual se habría inaugurado el servicio regular de bus urbano en Toledo.

Es posible, no lo descartemos, porque no es este el único caso en que, con socarrona intención, se nombra aquí la novedad del momento con arreglo a un conflicto bélico o político.

Ahí están las barriadas de Corea, o más reciente el caso de Las Malvinas en el barrio del Polígono, engendro tumoral a ocho kilómetros de Zocodover que ha lastrado el devenir del Toledo auténtico en un proceso centrifugo que, lejos de terminar, se acelera.

Pero, llevados de la mano de la turistifobia alentada por el populismo aldeanista antisistema, hay mucho imbécil pedante e indocumentado que justifica el vaciamiento del Casco Histórico por causa de la “gentrificación turística”. Rotundamente falso, baste para desmontar la gilipollez perroflautí, acudir a los portales web inmobiliarios para ver que la oferta de viviendas, en venta o alquiler, supera con mucho en el Centro Histórico a la del resto de distritos toledanos. Porque nada se ha hecho en las últimas décadas por dotarlo de la habitabilidad a que aspira el personal.

Lógico que sean pocos los que desean vivir en medio del caos y abandono del núcleo fundacional. No así –menos mal- el turista, que en su efímera visita aún gusta pernoctar en el cogollo, al lado del museo y el monumento. Lo cierto es que sin turismo poco o menos quedaría de vida en Zocodover. Y la verdadera causa es la negligencia e incapacidad política para proyectar el presente y el futuro conjugando el patrimonio histórico con la vida ciudadana.

Zocodover adolece como el resto de la vieja Ciudad, de una perversa e interesada retórica dicotómica por la que el turismo es al tiempo amado u odiado, culpable o amable, necesario o contingente.

Un debate para despistar o encubrir que nada se ha hecho para armonizar la coexistencia del espacio museístico, monumental y residencial; para conjugar las necesidades cotidianas de la vida ciudadana y el tour turístico, la peatonalización y la movilidad rodada, el comercio local y el suvenir, el restaurante, la taberna o cafetería tradicional con el menú turístico. Así las cosas, propagan la idea de que siendo Toledo como es nada se puede ni debe tocar. Excusas de mal pagador.

A lo largo de la historia en Toledo se cerraron o abrieron calles y plazas como también se articularon e implementaron soluciones para nuevos tiempos, demandas y necesidades, sin perder la Ciudad su solera ni identidad.

En la citada obra de J. L. Sánchez se puede leer cómo el lugar que ocupa hoy Zocodover ha sido transformado desde la Antigüedad. De hecho, en esa lejana época no existía como foro, ni tampoco en buena parte del Medievo. Por el contrario, nuestra generación, esclerótica e incapaz, ha elegido eludir el compromiso resistente a la vez que renovador, prefiriendo huir para crear extramuros una ciudad archipiélago de asentamientos atomizados e inconexos. Una expansión urbanística desintegradora, disparatada e irracional, producto de una cobarde e irresponsable centrifugación.

Desafortunadamente no veremos bajo la dirección de esta torpe recua de figurines, de diestras o siniestras oligárquicas, el renacimiento que desde hace al menos tres décadas con urgencia la Ciudad necesita.

Como bien señaló Ortega en el primer cuarto del siglo XX, continuamos afectados por ese mal que él llamó “la ausencia de los mejores”. Son estos ciegos funcionales contemporáneos aún peores que aquellos, aunque que se dicen de sí mismos próceres de la égida del progreso.

Un progresismo oceánicamente demagógico de “perdiz a la toledana” para todos; pero sin chef, ni estofado de perdiz para ninguno. Es el recalcitrante fundamentalismo provinciano autocomplaciente que no me canso de llamar “toledoplanismo”. Ese mismo espíritu que ha convertido a Zocodover en una suerte de “Coffín Bank”. Un macabro juguete, una hucha féretro en que yace un esquelético cadáver, cuya huesuda mano se cobra las monedas que se le ponen encima del ataúd. Triste metáfora de la realidad política y civil de Toledo y su no plaza de Zocodover.







*José Luis Sánchez González, La Plaza de Zocodover, colección Toledo en tu mano, vol. XI, Toledo, 2021, Ledoria, 145 pág.





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