© Fernando Garrido, 10, VII, 2022
No soy partidario del diccionario para fijar, centrar o justificar de partida algún tema o concepto a abordar. Esta reticencia a incluir citas del Diccionario de la Lengua Española (DLE) -en ningún caso a consultarlo-, se debe al escaso merito que encierra y el precioso espacio que se gasta. Para qué hacerlo, si hoy cualquiera puede acceder inmediatamente al DLE desde la pantalla de un teléfono.
Pero ahora traicionando ese principio, trascribo aquí que “orgullo”, en las dos primeras y principales acepciones contempladas en el DLE, significa: sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios o por algo en lo que una persona se siente concernida; y/o, arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad.
Para quien quiera verlo, se puede y debe concluir que el término encierra significativamente en sí buena dosis de exageración subjetiva o sentimiento exaltado respecto a la consideración del yo, que choca con una autoestima objetivamente equilibrada.
En general la importancia de nuestro DLE es su valor normativo que, como tal, refleja de manera aséptica el significado normal un término, determinado por su uso más común o extendido en un plano diacrónico; por tanto, actual y sumarial en relación a la producción lingüística y conceptual heredada.
Por eso mismo algunas entradas DLE son consideradas por ciertos colectivos como ofensivas por cuanto reflejan una realidad que les molesta, y tantas veces reclaman estúpidamente a la Real Academia de la Lengua, órgano encargado de custodiar y ajustar nuestro tesauro léxico, el borrado de aquellas palabras o significados que les son antipáticos. Siendo que, por el momento, no han tenido éxito las protestas por improcedentes y estériles.
¡Pero ojo! La crisis civilizatoria sobrevenida desde al menos el último tercio del siglo XX puede que nos conduzca, bajo la imposición del tabú elevado a rango de ley, a la desaparición del vocabulario y/o a la consideración delictiva de su uso.
En la actualidad este proceso sufre una aceleración vertiginosa forzada bajo la dictadura de la llamada cultura de la corrección política, de linaje progre y aspiraciones totalitarias.
Uno de los campos léxicos y conceptuales donde esto se verifica de manera más recalcitrante es el que concierne al “orgullo” discriminador del colectivo L-G-T-B-I-Q, etcétera.
En nuestra lengua castellana venimos empleando vocablos como marica, maricón, gay, invertido, julandrón, julay, sarasa, afeminado, palomo cojo…, o expresiones como, perder aceite, tener pluma…, referidos mayormente –pero no siempre- a aquellos varones que practican el sexo entre sí.
Esos términos, que forman parte del corpus o acervo lingüístico, han sido y son usados por generaciones, tanto de los aludidos como de los ajenos. Invariablemente el contexto y los hablantes es lo que determina en el acto comunicativo el valor positivo, ofensivo u otro.
El Diccionario es mero notario de los significados que les damos a las palabras.
Es falso que en España exista una discriminación hacia ese colectivo; mucho menos desde la Real Academia de la Lengua. Por el contrario, lo que sí tenemos desde las instituciones, gubernamentales o no, es un interés calculado para crear un estado de opinión acerca de que existe una parte de la sociedad homófoba que ataca al homosexual por serlo. Así, tenemos que cualquier situación conflictiva, donde esté involucrado un homosexual como podría estarlo cualquier otro individuo, es invariablemente identificado como homofobia y, a esta, inmediatamente se le busca vinculaciones con el adversario político a destruir. Es más, se busca con avidez cualquier atisbo de crítica, rechazo o mueca exterior, para victimizarse y justificar la urgencia de un reconocimiento que no es otra cosa que la imposición de la supremacía ética y moral del homosexual y por añadidura el derecho gratuito a privilegios o ventajas sobre el resto de la Humanidad.
No se trata de normalizar un hecho ya de por sí ampliamente normalizado, sino de ensalzarlo e imponer la homosexualidad como preferible y deseable frente a la heterosexualidad y sus supuestos derivados “heteropatriarcales”, “homófobos” y “machistas”, culpables de todo mal social que pueda imaginarse. Aunque sea precisamente lo heterosexual la dotación biológica común que acompaña “de serie” a la inmensa mayoría del género humano.
Porque la homosexualidad es -no tengo reparo en expresarlo- una anomalía biológica en los seres vivos, cuyo dispositivo orgánico responde a un fin primordial que es la reproducción de las especies, a la que están supeditadas el resto de funciones necesarias para la vida. Esto es una realidad biológica indiscutible.
Otra cosa es hablar de homosexualidad como una opción lúdica placentera que usa de la creatividad o libertad humana para elevarse sobre el mecanismo impreso en las profundidades de nuestra naturaleza animal. Por tanto, desde esa orilla, estamos hablando de una elección individual relacionada con el placer amatorio. Se trata en definitiva de una creación humana que, partiendo del impulso natural inherente en cualquier ser vivo a unirse sexualmente (amorosamente) a otro individuo de distinto signo, ha encontrado por las razones que fueren, la posibilidad de practicar el sexo con el semejante, transformando, eludiendo o sobrepasando el corsé instintivo natural o biológico.
A partir de esa realidad se pueden identificar individuos producto de una alteración biológica y otros que lo son de modo volitivo atendiendo a esa libertad humana dentro del ámbito cultural, en este caso referido a la sexualidad.
Resulta evidente que puede haber a un tiempo la combinación de ambas circunstancias, o también su represión voluntaria o condicionada, o así mismo la práctica forzada o inducida.
En esto último se viene haciendo una labor terrible desde el panorama educativo actual y la comunicación de masas, tendentes a predisponer a los individuos, sobre todo a los más jóvenes, en fase de orientar su identidad, para que se inicien en prácticas homosexuales.
Se sabe y se conoce que en muchos casos la homosexualidad se adquiere en la adolescencia motivado por la expresa invitación a experimentar tempranamente con amigos, compañeros, o incluso personas más maduras que dirigen de algún modo esa iniciación.
La manipulación de las conciencias aún no formadas es una eficaz manera de hacer clientela que sumar a un proyecto civilizatorio disolvente, al que muchos homosexuales inconscientemente contribuyen. Esos mismos “legetebeisqués” que un día sin duda serán perseguidos por quienes hoy los utilizan como arietes de un proyecto totalitario. Porque para empezar les han privado ya de su identidad particular para subsumirlos bajo las siglas L-G-T-B-I-Q, convirtiéndoles en parte de un desorientado conglomerado instrumentalizado ideológicamente, tras el que se despista el constructo político-científico-filosófico socialista totalitario que pretende, entre otras, un cambio drástico y brutal del modelo social y humano, una de cuyas fases, en marcha, consiste en la pérdida de la identidad sexual, la desorientación existencial del individuo, la desestructuración de la amistad, el amor, la pareja y la familia, pervirtiendo las relaciones sociales y laborales.
Es un hecho que, desde hace décadas, la mayoría hemos convivido con normalidad con homosexuales, y estos con nosotros, formando parte de nuestros círculos de amistades, de compañeros de trabajo, de aficiones, vecindad, etcétera. Una normalidad que hoy se niega y no se quiere por parte de quienes dirigen vicariamente el tinglado LGTBIQ.
La celebración del “orgullo” en España cada inicio de verano es una buena muestra de ello, cuando de fondo se busca provocar y señalar por todos los medios a quienes no comparten el credo LGTBIQ. Un credo que no se corresponde con la homosexualidad, sino con un movimiento inhumano encubierto, cuyo catecismo es adoptado, alentado y difundido por una parte de la peor clase política que sufrimos.
La bandera arcoíris en las fachadas de las instituciones públicas -con menoscabo para otras posibles- se erige como uno de los símbolos de un verdadero fascismo andrófobo que es sufrido también por una buena parte del colectivo homosexual que, silenciados, no se reconocen en esa turbamulta gay fanatizada, políticamente instrumentalizada por unos, y económicamente muy rentabilizada por otros.
Basta dar un vistazo, por ejemplo, al ambiente orgiástico en las calles de Madrid durante las celebraciones, para hacer sentir bochorno a muchísimos ciudadanos, sea cual sea su tendencia sexual. La puesta en escena del “orgullo” es, en muchos aspectos, una muestra pornográfica donde individuos, bajo efectos de drogas y alcohol, dan rienda suelta a todo tipo de excesos con ostentación corporal y genital.
El espacio público se convierte así en un inmenso cuarto oscuro característico de las saunas gay que tan bien conocen y usan para el placer o la extorsión algunos políticos.
Retomando la definición del Diccionario, el “orgullo” gay queda reducido bajo ese “sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios”, a una obscena manifestación de irracionalidad colectiva que se expresa con “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que conlleva un sentimiento de superioridad”. Un sentimiento que conduce a la imposición de un modelo humano caricaturesco de un autor universal, o sea, de un Dios gay, que requiere un respeto sagrado hacia él y los hijos predilectos de su creación: la raza aria homosexual.