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© Fernando Garrido, 14, II, 2025
Antes, qué idiotas, lo llamábamos saqueo, pero cuando ese despreciable sesenta y pico por ciento de dineros que el Estado nos extrae, detrae y limpia de nuestras cuentas, rentas y patrimonio, nos lo explican y relatan con pedagogía fiscal nos quedamos mucho más tranquilos, pues pensábamos que nos lo estaban robando, pero sin embargo no. Es todo lo contrario, pues en realidad es un escudo contra nuestros excesos y para colmarnos con toneladas de felicidad. También fuimos tan ingratos al pensar que de lo que al final nos dejan llevar en el bolsillo para ir de cañas, de vacaciones o a la compra, aún se ha de restar el veintiuno por ciento del IVA que se va y sin embargo vuelve, como las oscuras golondrinas y las tupidas madreselvas, de nuestro jardín, las tapias a escalar y sus nidos a colgar.
No sé qué sería de esta sociedad sin la poesía del bienestar, sin millones de vulnerables, sin viviendas dignas, sin inflación y, sobre todo, sin la nueva cultura pedagógico fiscal.
Hace poco, sin ir más lejos ¡Qué suerte!, a mi hijo lo pedagogizaron con un cheque multicultural. Me comentó que lo gastaría en videojuegos. Al parecer la cultura también consiste en eso, y yo, que en mis tiempos le daba al pinball y acribillaba marcianitos, sin saber que aquello era más provechoso que ir de museos o comprar un libro. Debe de ser que a pesar del esfuerzo que emplean conmigo los sabios pedagogos gubernamentales y sus todólogos mediáticos sincronizados, sigo siendo un malpensado patológico, así que quizás acuda a uno de esos cursos terapéuticos de reeducación social para estar al día. Algo de lo que no hay por qué avergonzarse, total, hasta jueces y magistrados hechos y derechos acuden a cursillos del barrio sésamo progresista para reaprender sus cosas con perspectivas diversas, de género y tal…
En fin, mi hijo está contentísimo practicando esa alta cultura del videojuego, en la que invirtió los cuatrocientos euros que dice que le regalaron. Estaba tan feliz con su papá estado que, a fin de no estropearle la fiesta, me hice el longuis para no contarle que para ello los pedagogos fiscales me habían sacudido más de mil doscientos euros, sacrificándose ellos también para entregarle a él, la tercera parte de la sisa. Que estúpido soy, no sé cómo por un instante de relajación moral estuve a puntito de amargarle al chaval el día, diciéndole que yo, sin intermediarios, podría haberle dado el doble y me hubiese sobrado para pagarme el capricho superfluo de un abono en ese ciclo de teatro al que tanto me hubiese gustado asistir.
¡Qué le vamos a hacer! Es lo que tiene el amor filial y la pedagogía fiscal. Ambas perfectamente expresadas en el término griego original, paidagogía, esto es: pedós (hijo o niño) y agogi (el que conduce).
Así nos lo narraba divinamente Unamuno, don Miguel, en su novela: “Amor y Pedagogía” ¡Qué casualidad!…
Aunque, ahora que recuerdo, al final aquel pobre chico, Apolodoro, el hijo de don Avito Carrascal, afectado de los experimentos y excesos pedagógico positivistas paternales, acabó bastante mal. Es decir, acabó del todo, se finó a sí mismo y para siempre en un adiós mundo cruel y señor juez no culpe a ningún otro de esto.
Pero no hagan caso, no lean a los clásicos contemporáneos, suele ser literatura sospechosa y enferma que tributa aranceles de odio contra el nuevo hombre reescrito en el relato de la teocracia fiscal plena…
Como dijo aquel jardinero: “seamos felices mientras podamos” …