EL COLGADO
© Fernando Garrido, 14, XII, 2030
Recuerdo que al menos allá por el 78, “estar colgado” significaba andar enredado o bajo efectos de las drogas. El termino no era necesariamente peyorativo, pues en determinados ambientes juveniles se aplicaba a ser o estar en la órbita guay, dabuti o dabuten, o sea, en cresta de esa ola que se llevó a algunos por delante abusando de aquella reciente libertad y nuevo orden democrático que trajo a España –aparte de psicotrópicos- un periodo de cierta estabilidad y prosperidad que, nadie se engañe, ha finado por incompatibilidad orgánica con las constantes vitales prescritas en una democracia homologable.
Volviendo al termino o expresión “colgado”, también se puede estarlo de una mujer, de la brocha, del andamio o de una grúa si eres gay en Irán. El conocimiento puede estar colgado de alfileres para el mal estudiante, o del mismo modo se dice que un aparato se ha “colgado” cuando deja de funcionar correctamente, como sucede ahora con el Estado social y de derecho español.
El 78, aparte de un nostálgico número que marcó el inició de una era, es también la cifra de naipes que componen el tarot que, como todo el mundo sabe, son un instrumento muy común en las artes adivinatorias. Se trata de una baraja extraña con figuras simbólicas que echadas, en aleatoria y azarosa combinación, orientan la interpretación arbitraria de un vidente, augur o vate acerca de las circunstancias pasadas, presentes o futuras en la vida de incautos necesitados de respuestas a su incierta existencia.
Del tarot, en su arcano (del lat. arcanus: misterio) mayor, compuesto por 22 cartas a la cual más ambigua y mistérica, existe la figura del “colgado” que parece habérsenos colado en el trampantojo político mediático estos días cuando, desde la gloriosa Argentina, el líder de Vox expresó su deseo profético para un pueblo que, en un momento dado, harto de engaños, colgará al impostor de los pies.
Ojalá, laus Deo y amén.
Somos muchos, creo que mayoría, los que entendemos perfectamente la metáfora desiderativa de la cual se desprende que no es sólo deseable sino urgente para la salud democrática, que aquel que ha tomado nuestras vidas y bienes al servicio de su proyecto personal, acabe siendo juzgado y condenado por traición al pueblo tiranizado.
No olvidemos que en democracia es la sociedad quien, a través de la fiscalía, acusa al delincuente.
La perversión es que en este país el gran fiscal depende del presunto, por tanto un cómplice más que, según declaraba ayer mismo, tratará de estudiar (forzar) la manera de ajusticiar la desiderata del denunciante por odio hacia su superior denunciado, y va a «analizar todo el contexto, no solo lo específico de determinadas frases o afirmaciones».
Lo cierto es que “el colgado” es para el fiscal como esa carta del tarot para el vate estafador que, asociada a otras, tiene un valor anfibológico o acomodaticio para dar gusto a su cliente.
Así que, si expresar que un pueblo debe de hacer justicia es “delito de odio”, la ley va contra sí misma. Es el derecho al revés del progresismo hacia un golpe de régimen sin consenso, sufragio, periodo constituyente ni texto fundacional que, colgándonos tan solo de una ley, espera liquidar la actual legalidad y configuración del Estado español.