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GUERRA SANTA, TERRORISMO O ENAJENACIÓN

F. Garrido • feb 05, 2023

GUERRA SANTA, TERRORISMO O ENAJENACIÓN


© Fernando Garrido, 5, II, 2023


Ya se sabe que lo que no se nombra deja de existir. O al menos eso han pretendido desde el principio de los tiempos todo tipo de hechiceros, suplantados hoy por los próceres de las democracias que se empeñan en apellidar “avanzadas”, que sin embargo son llevadas hacia viejos escenarios con renovadas fórmulas totalitarias.

Es el maldito régimen de la cancelación, que a poco que nos queramos dar cuenta sólo nos otorgará un cajoncito con no más de veinte palabras para calificar toda realidad según nos la prescriben.

Hace unos días publicaba un artículo en el que señalaba a la guerra santa como origen y motivación del ataque sufrido en una iglesia parroquial de Algeciras donde el sacristán Diego Valencia cayó muerto a cuchilladas.

Tanto los partidos que participan en la dirección del Estado como parte de la oposición y la Conferencia Episcopal, evitaron señalar no ya la evidencia de una guerra santa que para ellos es tabú, sino incluso la calificación, aunque desacertada, de terrorismo.

Todo para hacer desaparecer -esta como tantas veces- la incómoda realidad de lo ocurrido.

Por mi parte a raíz de ese artículo, he recibido algún comentario de perplejidad por mi concepción a contra corriente acerca de los llamados actos terroristas yihadistas.

Quiero contestar -bien a mi pesar- con el Diccionario de la Lengua Española,  única -que sepamos hasta ahora- autoridad normativa lingüística del idioma castellano.

Tras consultarlo constato que no voy equivocado, que “terrorismo” significa (1) “dominación por el terror”, o (2) una “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” y (3) “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”.



Visto lo cual, puedo sostener que la palabra se utiliza impropiamente aplicada a fenómenos que no se corresponden con el concepto apropiado.

Por ejemplo esto sucede cuando escuchamos, sobre todo a políticos y sus medios de comunicación, hablar de terrorismo machista, homófobo o racista ante una agresión verbal o física hacia una fémina, un LGTBI o cualquier individuo de raza no caucásica.

Pero con independencia de la verdad, magnitud y naturaleza del hecho violento, que si no es inventado es siempre condenable, el aplicarle la categoría de terrorismo es un exceso e incorrección –en muchos casos premeditada- que en última instancia conduce por un lado a la devaluación, por generalización, del concepto y, por otro, a la confusión categórica de su naturaleza mental y fáctica.

Si todo es terrorismo nada será terrorismo, pues todos seremos terroristas tal y como somos mamíferos, condición esta última que por obvia raramente se nombra salvo en los tratados de taxonomía zoológica.

Referido al llamado islamismo fundamentalista resulta que la realidad tampoco se compadece, aunque pueda parecerlo, con el fenómeno terrorista. En primer lugar no existe una “dominación por terror” salvo para con los propios musulmanes allá donde estén. Y si bien las acciones violentas se dan, es cierto, en sucesión y continuadas en el tiempo no es su propósito finalista el “provocar terror” para obtener un rendimiento “político”, sino que toda estrategia criminal desplegada persigue imponer su fe, esto es, someter a la humanidad bajo la ley divina de Alá, su Dios. Recordemos que islam significa precisamente eso: “atadura”, “sometimiento”.

Respecto a los actores tampoco encontramos en la yihad una “banda organizada” discreta (separada, distinta), sino una comunidad de fieles, la Umma, obligada por una fe cuya pretensión es la universalidad.

Mas, para hablar de “yihad” y “yihadismo” recurro de nuevo a entrecomillar siguiendo al repelente diccionario para que nadie nos achaque a la imaginación el sostener que “yihadismo” es la “tendencia ideológica radical que preconiza la yihad”. Siendo “yihad” la “guerra islámica” o el “esfuerzo de superación espiritual”.



Y continuo. Se dice “guerra santa” a la “librada por motivos religiosos, en la que se ofrece recompensa celestial a quienes mueran en combate”.

He ahí un elemento importante, la recompensa, que no es material sino espiritual, que trasciende del ámbito terrenal, como sí lo es (mundana y terrenal) la que ofrece, promete y pretende alcanzar cualquier organización terrorista, como por ejemplo ver algún día a su pueblo liberado o independiente y ostentar el poder hablando, por añadidura, una lengua que nadie más entenderá. Objetivos que si no se consiguen en vida el premio consistirá en saber que serán recordados por la historia aldeana (léase literatura) como heroicos “gudaris”. 

Por otra parte, el hecho de que cierta metodología bélica empleada en la yihad coincida a veces con las artimañas terroristas o viceversa, no determina una misma naturaleza para fenómenos distintos. Es más, el terrorista, por ejemplo, no pretende inmolarse en el intento.

Por todo ello la yihad, tanto implícita como explícitamente, es sin lugar a dudas una guerra que desde siglos el islam tiene declarada unilateralmente y que libra, ahora como siempre, contra el infiel occidental.

Hoy la guerra santa islámica atendiendo a razones de operatividad se da de modo atomizado con golpes de efecto cuyo propósito es ofrecer su sacrificio y el de sus víctimas a Alá e infundir ánimo y ejemplo a los musulmanes repartidos por el Planeta, siendo estos parte fundamental de una sigilosa estrategia invasiva a gran escala, con inmigrantes y vientres nodrizas de donde emergen soldados dispuestos a acudir al llamamiento.

Resulta difícil, ya lo sé, para el europeo asumir y asimilar el concepto de guerra santa que nos queda muchos siglos atrás. Es cierto, pero no resulta ser así para aquellos cuya civilización ha quedado mentalmente anclada en muchos aspectos en el Medievo, época de la aparición y gran expansión islámica.

Dado su carácter invariablemente teocrático su religión no admite una interpretación del mundo distinta o evolucionada de su momento fundacional, allá en el siglo VII cuando el profeta predicó y prescribió los mandamientos de Alá con rango de ley superior sobre cualquier instancia, institución o tribunal civil.

Las leyes coránicas tienen intervenidas, como no puede ser de otro modo, las instituciones políticas de los estados donde se impone la saharia.

Es el aspecto religioso la cúpula sagrada bajo la que se articula y queda supeditado todo el sistema social, cultural, político y económico.

Es, por tanto, como ya apuntaba, Dios quien en su caprichosa voluntad gobierna a través de vicarios (califa, emir, sultán…) legitimados y obligados por y para aplicar su ley. Algo similar a nuestros viejos reyes cuando ejercían o basaban su soberanía “Deus gratia”.

Occidente por su parte, imbuido de la fe cristiana y la razón, hizo su transición humanística mediante una ley civil universal concretada en los Derechos Humanos. Una cúpula cuya posibilidad sólo cabe construir sobre constituciones democráticas liberales.

Ninguno de los Estados confesionalmente musulmanes observa ese marco normativo contractual de respeto a la condición y libertad humana, sea individual o societaria.

Por tanto, la guerra santa indiscriminada y unilateral contra el otro -el infiel- está perfectamente legitimada para ellos.

Aclarado esto vuelvo a la actualidad concreta. Y debo señalar a la luz del asesinato de Algeciras que aún cabe algo peor que la equivocación de considerar a la yihad terrorismo. Consiste en la tesis de aquellos que afirman ante cada acción yihadista que se trata de individuos con patologías mentales, según las cuales actúan –autónomamente- enajenados por interpretaciones incorrectas de una religión que en realidad predica la paz, la fraternidad e igualdad universal de hombres y mujeres u otras aleluyas semejantes.

Sinceramente, no sé qué clase me perdí en su día -quizás en el bar de la facultad- porque no conozco ni estudié ni aprehendí esa gran revolución humanista e ilustrada del islam.

Pero, aun yendo más allá, mientras unos hablan de terrorismo y otros lo consideran mero fanatismo de “lobos solitarios” ponen el foco culpable no en los criminales, sino en lo que llaman “discurso del odio” hacia la comunidad islámica.

Así lo hemos visto estos días a propósito del episodio de Algeciras, lanzando acusaciones de islamofobia contra esa comunidad inmigrada que, aunque se quiera ocultar, crea a nuestras sociedades occidentales no pocos problemas de convivencia por su inadaptación y rechazo al modo de vida de los países receptores, además de todo tipo de delincuencia, incluidos aquellos delitos que ahora tanto preocupan de tipo sexual y contra los derechos de la mujer (propias o ajenas).


Pero el discurso oficial cancelador que se hace habitualmente en Europa nada quiere saber de esto.

En cambio, desde nuestras instituciones y con especial entusiasmo en España, única nación que por otra parte fue golpeada con siglos de sometimiento moabita, todo empeño está por justificar el crimen siempre y cuando quienes lo cometan sean individuos pertenecientes a minorías o colectivos que llaman desfavorecidos, discriminados o vulnerables, cuyo número va en aumento con todo tipo de novedosas incorporaciones que pasan a cobro sus derechos por extraños, impropios o imposibles que sean.

Hoy la yihad no la hace un estado concreto que lanza un ejército armado y compacto bajo un mando único que avanza ganando territorios con batallas o escaramuzas. Es la comunidad de creyentes (umma) la que va ocupando espacios -no solo físicos- que crece y ejerce la saharia en cuyas páginas está prescrita la guerra al infiel.

Es preceptivo que si te declaran la guerra respondas para defenderte, al menos en proporción al ataque recibido y con los medios eficaces a propósito. Si no es así, si no te das por enterado, retado ni aludido, la guerra ya estará perdida de antemano.

En eso estamos.

Afrontar la guerra santa sin querer saber que lo es, entendiéndola como terrorismo o simple enajenación fanática, forma parte de las causas de la crisis y lenta capitulación occidental que nos hará desaparecer junto a las palabras canceladas e impronunciables.




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