OCHO ESTATUAS, SEIS REYES
Crónica Espolontina
© Fernando Garrido, 2, X, 2024
Las gentes los llaman “Cuatro Reyes” porque están juntos, aunque escuadrados en la equidistancia del crucero central del Paseo del Espolón, y por eso mismo le prestan al lugar ese popular nombre.
Pero siento decirlo, haciendo honor a la verdad no hay cuatro. Allí sólo hay tres reyes. No son los Magos de Oriente sino medievales y castellanos, que de tener voz la alzarían clamando para quejarse: “¡Ay! dicen que formamos un cuarteto, pero somos trío, porque este otro no es rey ni lo fue, es el conde Fredinandus Gundisalviz”.
Su protesta tendría toda la razón y legitimidad. Ellos, según reza en cada peana, siguiendo las agujas del reloj, son: Alfonso XI “el del Salao”, Juan I “el de las Huelgas”, Enrique III “el Doliente”. Mas, el otro señor, Fernán González, fue conde, tal vez independiente de Castilla allá en el siglo IX, cuando esta aún no era siquiera reino.
Perdonado quede el dicho castizo por aquello de que la economía popular por comodidad y costumbre resuelve nombrar al todo según la abundancia de las partes.
Pero hay más, nadie crea que son sólo cuatro estatuas, pues allí mismo podemos doblar la apuesta porque aún existen en el extremo occidental y oriental del paseo, respectivamente emparejadas, otras cuatro más de similar factura, a saber: el godo Teodorico I “hijo de Alarico el del Saco de Roma”, Fernando I “el Magno”, su hijo Alfonso VI “el de la Jura” y un cuarto que tampoco fue rey, San Millán de la Cogolla.
Hacen pues un total de ocho blancas e impresionantes figuras que proceden de Madrid, de su Palacio Real, a cuyas cornisas y alta balaustrada estaban destinadas para tratar de tú a tú con los cielos de la Villa y Corte junto a un centenar de esculturas más, cada cual representando a un monarca de los reinos ibéricos junto a otras dignidades históricas que, desde la antigüedad, tuvieron algo que ver con la hispanidad, como ciertos emperadores de Roma, algún califa andalusí, santos, y también reyes o caciques de las indias conquistadas.
En fin, entre romanos, godos, moros, indios, gentiles, paganos y cristianos, conformaban un catálogo completísimo de próceres esculpidos por diferentes maestros y talleres en roca caliza de casi tres metros de altura, para ser colocados en las altas atalayas palaciegas y pudieran ser observados desde la plaza de Oriente capitalina e instruir al pueblo o, por qué no, epatar a las embajadas con tan numerosa, noble y real genealogía patria.
Pero llegado Carlos III al trono en 1759, el proyecto sin concluir de sus predecesores no le satisfizo. Así, según parece, a su despótica e ilustrada majestad debió parecerle impropio para el lugar una galería de monigotes solemnes, como del pimpampum, en las cimas del real sitio, y decidió regalar algunas de ellas para engalanar las plazas y jardines de aquellas ciudades españolas que estimó oportuno (Burgos, Vitoria, Pamplona, Toledo, Aranjuez…). Labor que concluyó más tarde su bisnieta, Isabel II.
Y aquí, en Burgos, lucen enhiestas como el primer día, tal que distinguidos centinelas, impertérritos sobre su gran podio, ahora reunidos en el noble e histórico Paseo del Espolón (Espoloncillo o paseo Marceliano Santamaría), ejemplo singular e imprescindible del bello y castizo paisaje burgalés desde el siglo XVIII.
Por eso mismo este venerable octeto pétreo y escultural conforma en el Paseo, junto a los jardines, fontanas, edificios singulares y la ribera del Arlanzón, un todo solidario e inseparable.
Todos ellos elementos patrimoniales que se integran como un conjunto indisociable en sí mismo, fruto del proceso histórico que ha caracterizado el modo de vida y cultura las gentes, la evolución urbana y particularidades de la ciudad, constituyendo para Burgos un activo insustituible y esencial para comprender su identidad pasada y presente que se debe conservar, proteger y transmitir a las generaciones futuras. Así reza el espíritu de la reciente Ley (7/2024, de 20 de junio) de Patrimonio Cultural, que establece el régimen jurídico para la gestión del Patrimonio Cultural de Castilla y León.
Sorprendentemente, las regias estatuas y demás elementos que las acompañan no cuentan con la consideración de bienes de interés cultural (BIC). Algo desde luego insólito.
Pecando, la ciudad de Burgos en esto está dormida y ha quedado rezagada en cuanto a la cantidad y naturaleza de bienes declarados BIC.
Pues en el momento actual cuenta con sólo 33 bienes protegidos. De ellos la mayoría lo son desde la primera mitad del XX, y solo uno (la espada del Cid) en el presente siglo. Cifra verdaderamente exigua y obsoleta con arreglo a la actual concepción en materia de patrimonio cultural, material e inmaterial, acertadamente ampliada y contemplada en la reciente normativa.
Por todo lo dicho, sería urgente y necesario que las instituciones se pongan a la labor de incoar expediente para la declaración BIC del conjunto espolontino, quizás bajo la denominación y categoría de Jardín Histórico, sin perjuicio de los elementos singulares ya protegidos como el Teatro Principal, Arco de Santa María y Consulado del Mar, que funcionan junto al resto, hoy desprotegido, (templete, estatuario, fontanas, trazado paisajístico vegetal…) como un todo inseparable en un espacio único de extraordinario valor para el recreo ciudadano.
Una ciudad que pretenda alcanzar la Capitalidad Europea de la Cultura (2031), no puede permitirse eludir el compromiso de definir correctamente la función de su patrimonio urbano, salvaguardado los valores históricos, estéticos, utilitarios y antropológicos que lo caracterizan.
Continuará...