© Fernando Garrido, 24, X, 2024
He leído en un delgado diario local toledano un prolijo artículo de don Antonio Zárate, geógrafo al que debo de reconocer alguna certidumbre sobre la Ciudad a la vez que una desaforada obsesión y empecinamiento en ciertas guerrillas sostenidas por él y su plataforma ortowoke, 'Toledo, Sociedad, Patrimonio y Cultura'.
En dicho artículo, aparte sobradas y reiteradas alabanzas al atribulado y zigzagueante presidente regional (mencionado en 11párrafos), Zárate, don Antonio, se muestra emocionado con el reciente anuncio de don Emiliano sobre una modificación de la Ley de Patrimonio Cultural, consistente en remachar la protección del paisaje, algo a mi juicio innecesario porque ya se contemplaba en la Ley de 2013.
En esto, como en lo demás, el presidente de una parte de Castilla y su comarca manchega, es declarativamente vacuo, abundoso y contumaz en inconsistencias.
Pero en definitiva, lo que su cobista expresa en los poco menos de diez mil caracteres –uf, qué pereza- del opúsculo laudatorio, al tiempo que bastante farragoso, es su desaforada emoción porque el retrogreso urbanístico de Toledo es y seguirá siendo un hecho. Felicitándose de que a raíz de esa ampliación de la ley, todo nuevo plan de ordenamiento urbano y de edificación para mejorar la vida ciudadana y corregir los errores del pasado se vean cada vez más frustrados –entiéndase la ironía-.
Sin embargo, debo de reconocer que don Antonio, sin querer, acierta admitiendo la redundancia normativa y la desgraciada fatalidad cuando, traicionándose, precisamente afirma que “en Toledo la zona de protección del paisaje ha condicionado su desarrollo urbanístico”. Sí señor.
Nada más cierto. Ahí tenemos los efervescentes resultados: un secular y caótico subdesarrollo urbano, una ciudad atomizada, inconexa y difícil de vivir cuyo centro histórico y aledaños han quedado fosilizados como un inmenso cadáver de piedra y un yacimiento arqueológico para deleite de una élite contemplativa.
A pesar de esa triste realidad, según Zárate, el anuncio presidencial “no podrá despertar mayor entusiasmo por parte de la ciudadanía de la región y de sus actores económicos, al ver asegurados los valores del paisaje, en su doble vertiente naturales e históricos, y no sólo como elemento fundamental del patrimonio y de identidad colectiva, sino como oportunidad para el crecimiento económico ante proyectos incompatibles con los valores del paisaje y el patrimonio”, y añade, “los amantes del patrimonio y quienes se dedican al estudio y difusión de sus valores, no se pueden sentir más satisfechos”.
¡Qué bien habla don Antonio!, casi como esos políticos que ellos solos se arrogan singular clarividencia y capacidad de expresar el contento de toda una sociedad entusiasmada, a la que un servidor, al parecer, debiera pertenecer. Pues no señor. No sirven grandilocuencias ni apelar a sentimentalismos para disimular bucólicas obsesiones ni falsedades anticuarias –quizás también resentimientos- adscritas al toledoplanismo, es decir, al ultra proteccionismo –talibán- inmóvil y bostezante de eruditos y coleccionistas entelarañados.
Hablar de paisaje como si fuese algo estático, sacro e inamovible es, o ignorar la realidad histórica o querer engañar al personal comprometiendo su futuro.
Porque para que la Ciudad fuese un ente útil a la vida –característica radicalmente fundacional- fue siempre necesario transformar lo precedente conforme a los tiempos. Así sucedió secularmente en Toledo: la catedral se levanta sobre la mezquita aljama y esta a su vez sobre la basílica visigoda y quién sabe…
La lista sería interminable si, retrocediendo, indagamos cada edificio, cada manzana y paisaje urbano hasta evocar tiempos anteriores o posteriores a romanos y visigodos.
Es obvio, no encontraremos apenas nada que no haya sido modificado, sustituido o renovado. Calles, foros, monumentos e inmuebles que aparecen y desaparecen, que se abren o cierran, alturas que crecen, parajes, plazas, palacios, viviendas y patios que se amplían o fragmentan, que cambian de uso, propiedad, fisionomía y estilo. En fin, lo que de común sucede en una ciudad viva que, como ente orgánico se adapta a la necesidad que cada momento histórico requiere o prescribe.
Esto no significa la renovación o sustitución indiscriminada de cuanto existe, pero sí la imperativa necesidad de repensar, sacrificar o modificar con inteligencia alguna parte, para que el latido de la vida continúe.