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LA MAYOR DE BURGOS

F. Garrido • 9 de abril de 2023

LA MAYOR DE BURGOS


© Fernando Garrido, 9, IV, 2023(*)


La que en Burgos por tradición, centralidad y envergadura es llamada Mayor, es una de las buenas plazas de Castilla, pero de aspecto ciertamente poco o nada castellano. Porque Castilla, que fue (me disgusta hablar en pasado) un proyecto exitoso de orden, ley, liderazgo, clasicismo y modernidad, aplicó su programa también a las plazas que en Burgos se quedó en mera promesa. Precisamente así, identificada ahora su excepción encontramos el sentido de la norma. Sea esta pues considerada una plaza castellana excepcional.

Pecado que mis impresiones aquí no puedan ser las de un viajero con ojos de lechuza, ni las de aquellos románticos a la antigua que llegados con varios baúles fijaban residencia por tiempo indefinido y un día desaparecían para siempre. Por el contrario, vengo y voy desde hace años sin dejar de acudir a la plaza tan a menudo que ya noto fatiga de asombro y falta de cierta perspicacia narrativa.

Una lástima seguramente, pues como escribiera un día Hölderlin: "lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre en esta tierra".

Mas, como toda plaza mayor que poseo agendada es precisamente su funcionalidad la que más suscita la codicia de coleccionista. La Mayor es o ha sido: foro público, mercado, también morada residencial y administrativa, lugar de comercios, oficinas, bares, cafés, tabernas y mesones, sitio para espectáculos o celebraciones piadosas y gentiles; y al tiempo templo de la justicia e incluso cadalso. Todo ello se alterna en el orgánico desorden de lo cotidiano o en el recuerdo histórico.


La Mayor de Burgos es plaza de genética medieval, recrecida con dispar arquitectura. Es un irredento e irregular polígono con seis crujías con más intención de curvar que de escuadrar sus piezas formal y cromáticamente desiguales, encajadas unas junto a las otras, pero que finalmente se solidarizan a pie de calle en un amplio corredor porticado donde ocurre, discurre y transcurre parte de la vida metropolitana burgense.

El claro de la plaza está presidido, desde 1784, por la broncínea estatua de Carlos III que, a empujoncitos, la han ido arrinconando hasta emplazarla bastantes metros más a la derecha de su primera ubicación centrada.

A pesar, su egregia e ilustrada majestad parece aguardar sobre su podio como Morante, con pose goyesca la entrada de una bestia (no estoy pensando en nadie concreto) por los arcos de la Casa Consistorial. No en vano en la Mayor tuvieron lugar festejos taurinos muy celebrados y concurridos, como lo fue también la inauguración de este dinámico bulto redondo carolino, a cuyo propósito un ingenioso pájaro autómata levantó el tapete que lo cubría. Otra curiosidad: popularmente llaman a la estatua el “rey moro” por el tono oscuro del bronce.


Existe en la Plaza otra figura bronceada. Representa a un tipo vulgar que, recostado en una pilastra del soportal en la embocadura de calle Sombrerería, lee un diario.

Los turistas se retratan junto a él como si fuese alguien importante o conocido, o quizás sea el raro acto de leer el motivo que les sorprende.

No alcanzo a comprender, como tampoco la costumbre de plantar a ras de calle figuras representando estereotipos anónimos costumbristas, castizos o simplemente comunes. Dicen que se trata de “democratizar” el estatuario urbano (sigo sin entenderlo), pero en realidad, con alguna salvedad, es afrenta de la futilidad a la excelencia y ejemplaridad del mito, del héroe o del prócer que, sobre pedestal, operan como modelos morales inspiradores de admiración, nobles sentimientos, evocaciones y conmemoraciones históricas o culturales.


Así sucede con el busto efigie del olímpico dios griego Hermes (Mercurio para nosotros los castellano-romanos) que nos observa desde una altura ática, con su elegante pétaso alado, que corona el edificio que lleva el número 16, conocido como la “Casa de Mercurio”. Única ópera edilicia modernista en la plaza, que es al tiempo la más singular de ese estilo en Burgos. Es obra del arquitecto Vicente Lampérez (1861-1923), que firmó otras varias obras en Burgos, arrastrando también tras de sí polémicas entorno a sus trabajos de restauración en la Catedral y otros edificios históricos.


El Ayuntamiento es otro elemento singular del coso burgalés, embutido en cuña, con calzador y a codazos entre los inmuebles que lo flanquean.

De traza neoclásica dibujada por Villanueva, fue ejecutado -en el peor sentido- por el arquitecto Fernández Lara, también infausto verdugo de la catedralicia portada gótica del Perdón.

En la parte baja del edificio consistorial se abren triples bóvedas de horno que ventilan la plaza con los aires húmedos del Arlanzón. Es este su acceso más pomposo, al que se suman otros seis caños que vierten a la plaza las escorrentías humanas de oriente a occidente. De entre ellos, el de la calle San Lorenzo es el más angosto. A través de él, uno suele llegar a la Plaza salivando al olfatear las tapas que cocinan en las muchas tabernas que allí se apretujan; tanto es así, que a veces parece que todavía estén asando en la parrilla al propio Santo Mártir que da nombre a la calle.


En el vértice oriental de la plaza, yace, y digo bien, un magnífico edificio que fue sede de los almacenes comerciales Campo. Se trata de una espléndida nota arquitectónica de cristal añadiendo a la panorámica aires novedosos traídos en los años sesenta para el gran comercio burgalés.

Acceder a la Plaza Mayor por esa amplia esquina de Almacenes Campo con plaza de Sto. Domingo y calle Entremercados es una experiencia de pintoresca espectacularidad que proyecta una excelente síntesis léxica y semántica del Ser ético y estético burgalés.

Un fondo escénico donde el espectador tiene un cick de cámara perfecto, aunque, aparte de esto, no ha de desperdiciar tomar el pulso ciudadano desde el variado repertorio de terrazas o veladores orilladas en el perímetro la plaza. Desde ellas observaremos un figurado corral de comedias donde se representan piezas en sesión continua y sin guion preestablecido; actores y espectadores alternamos papeles contemporáneamente. Somos observados y observadores desde que entramos en escena, hasta que hacemos mutis por cualquiera de los siete foros.


Pero, a decir verdad, la actual hipertrofia de estructuras, mobiliario y mamparas consentidas indiscriminadamente al rebufo epidémico, están alterando la plaza con corralitos privativos vallados que impiden el paso y desvirtúan el sentido propio de las terrazas y la utilidad pública del espacio común. Me temo que esto, lejos de corregirse va en aumento, y no quiero ni imaginar el ver un día en la Plaza Mayor alguno de esos invasivos bungalows o veladores-patera que ya acampan en otras plazas cercanas.



Por lo demás, en las terrazas de la Plaza Mayor se observa preferencia por dar empleo a camareras. Ellas, pizpiretas, con estrecho delantal, conducen con femenina habilidad las bandejas entre sillas y mesas. A veces conversan con los clientes más allá de una apelación al clima o la habitual cortesía transaccional, cosa que se agradece en esta patria algo áspera. A decir verdad, sin ellas cada terraza carecería de personalidad propia. Son además para el público referentes a la hora de fijar efímera domiciliación y adquirir querencia por estas o aquellas otras mesas.

La joven Yasmeen es una de esas “mucamitas” que atiende, en conceptual sintonía, las mesas entre sol y sombra, porque ella misma se antoja una extraordinaria fusión de ambas cosas.

Venus tostada de aromático y humeante café que con grácil corporeidad se desliza por entre las mesas, transformando a su paso en ingrávido el espacio que la rodea.

Yasmeen, de origen intercontinental, parece reunir en sí la esencial y exótica belleza de varios mundos. Aun así, ella es de barro sencillo, ligero, de breves, pero auténticos e intensos aromas; una conjunción mística de naturaleza salvaje y dedicado cultivo humano.

Cuando habla, la melodía de su verbo trasluce lo esencial en lo femenino, de un alma que, como nos advertía Ortega en su más lírica versión, en contraste con la firme apariencia corporal se presenta débil y trémulo, por esto la atracción que suscita no es en realidad un cuerpo en cuanto cuerpo,  porque ese cuerpo femenino es un alma.

Una tarde tuve la audaz ocurrencia de pedirle algo a Yasmmen.

La dije -estoy escribiendo sobre esta plaza, quizás puedas ayudarme, ¿cómo la definirías tú con una palabra…, máximo dos? No lo digas ahora, piénsalo y ya me dirás.

Se trataba en realidad de una petición endiablada…

Desde ese día se mostró dubitativa, disgustosa –creo- por no cumplir la tarea y sucumbir en banalidades. He ahí la trémula intuición femenina, que es sin embargo inteligencia que conoce que las palabras no son la cosa, porque el latido que el Sí alberga de ellas es inefable (Ludwig Wittgenstein, dixit) como todo aquello íntimamente verdadero.

Ni la plaza, ni el café que sirve Yasmmen es para ella lo que para mí es desde mi cómodo asiento, lápiz-papel en mano y antifaz de sol graduado.

Probablemente ni siquiera sean los cafés café, ni tampoco existe ella en realidad, pues no la he vuelto a encontrar y quizás esa que describo no sea camarera en una plaza mayor de esta noble tierra castellana, sino espuma salada con tirabuzones literarios prendidos en deseos.

Esta es, como cualquier crónica subjetiva, sólo el plancton reseco adherido al vítreo cascarón de una botella con un mensaje cifrado, botada por el náufrago en medio del océano, a la búsqueda improbable de alguien que siquiera la encuentre orillada, la tome entre sus manos y la descorche conjugando palabras mágicas.

Y para qué mentir más, esto que aquí queda escrito, es sólo una botellita que, sin beber ni lanzar, guardaba en una chaqueta de entretiempo.



* (La presente crónica es una actualización de la publicada en el verano de 2021, en otro medio cuya referencia nominal,  cervantescamente, omitimos.)


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