Puede escuchar este artículo haciendo clic abajo
© Fernando Garrido, 13, XII, 2024
Esta semana he sido conocedor de lo que parece ser una buena noticia, aunque en realidad se trata de un anuncio inmobiliario que me llegaba a través de un conocido portal web, en el que se oferta en alquiler un local en el centro de Burgos.
Inmediatamente, la foto de su fachada me teletransportó mentalmente al lugar.
Ahí encontré, anclada en mi memoria urbana, una estampa mil veces vista; tantas como me llamó la atención ese inmenso vitral exterior opacado por la suciedad y el abandono de muchísimos años. Al pasar, siempre me he preguntado cómo semejante local estuviese muerto de pena, cuando su magnífica ubicación indica que de dejarse querer, seguro tendría un buen puñado de novios dispuestos.
Imaginaba -seguramente equivocado- que su propietario sería un empedernido millonario, harto de problemas generados por su patrimonio, o que tal vez fuese objeto de litigio entre varios herederos malavenidos, o que estuviese embargado por uno de esos bancos malasombra.
No sé…, pero de lo que sí estoy seguro es de que el poseedor de su título de propiedad, tratándose de un amplio inmueble en una vía emblemática, vendrá desembolsando anualmente sin obtener beneficio alguno, una cantidad nada despreciable por conceptos como el IBI y demás cargas fiscales.
En cualquier caso, parece ser que su prolongada situación de desuso cambiará en breve, pues como publicita la agencia inmobiliaria con elocuencia sensacionalista, “este es el momento, sale en alquiler uno de los locales más deseados de Burgos. Se trata de X, lugar emblemático en la ciudad y zona de tránsito y paseo de familias completas generación tras generación”, además dice, “cuenta con una fachada de más de siete metros cuadrados lineales …” ¡Toma!
De buena fe, aconsejaría al redactor inmobiliario traducir esa jerga geométrico macarrónica al llano lenguaje euclidiano, porque “siete metros cuadrados lineales” es como decir que su vecina de arriba pesa seis de larga por ancha.
Pero, qué le vamos a hacer, es una deformación profesional de desorientación perceptiva que afecta de común a ese sector, que lo presuponen igual en el cliente cuando te muestran un piso explicándote, como si fueses ciego, que “aquí está la cocina, aquí vemos el aseo, este es el salón, aquí la ventana y aquello es la puerta…” Ahora, si les preguntas por el valor catastral, el material y año de construcción o la calificación urbana, ponen cara de pasmo y prometen enterarse para responderte mañana.
Regresando al local objeto de alquiler, para sanar de curiosidad, diré que se trata del espacio que ocupó la casi olvidada Cafetería Espolón, en el mismo paseo, al lado diestro de otro café desahuciado, el Rhin, cuya fachada, de diseño sesenta-setentero, cíclicamente pintarrajeada, da cuenta de similar situación de baja indefinida por insospechado abandono.
Como quiera que sean las cosas, quizás en un futuro no muy lejano veamos a ambos locales lucir con el renovado esplendor de los antaños. Siempre será una buena nueva que aquellos espacios de ocio que han formado parte de las costumbres capitalinas, se sacudan las telarañas y dejen de pertenecer a ese triste género urbano indecoroso de persianas metálicas y puertas cerradas, que son lienzo de vándalos gurrapateadores y pintamonas. Ojalá.